La guerra de trincheras del sanchismo

La guerra de trincheras del sanchismo

El romanista español más prestigioso, Antonio Fernández de Buján, me recordaba el otro día que Cicerón definió con gran acierto los tres elementos que necesita una democracia para funcionar: que los políticos sean honrados, que el pueblo sea culto y que las leyes sean justas. Los clásicos siempre son una buena fuente de inspiración. La izquierda radical y populista no quiere que se cumplan estas tres premisas. No es algo que afecte solo a España, sino que existe un hilo conductor en todo el mundo. Cualquier duda sobre esta afirmación queda resuelta con un somero conocimiento de la Historia y la política internacional. Es algo que hemos visto y seguimos viendo en la izquierda extremista iberoamericana que está sirviendo de inspiración al sanchismo. El castrismo, el kirchnerismo y el sandinismo, por citar algunas de las terribles enfermedades que afectan a la izquierda, se caracterizan por su corrupción, el desprecio por la educación libre de la población y la injusticia en sus normas legales. España sigue siendo una gran democracia en el marco de la Unión Europea. Nunca agradeceremos bastante formar parte de ese club de democracias que tiene mucho camino por recorrer y que vigila que no se produzcan desvíos en la defensa del Estado de Derecho y la separación de poderes.

Los graves escándalos que afectan al sanchismo confirman que el PSOE tiene un problema sistémico con la corrupción. Los políticos tienen que ser honrados, porque deberían ser espejo en el que la sociedad se pudiera mirar. No me refiero solo a la corrupción económica, sino también política. La exigencia de buscar la ejemplaridad no es algo baladí. La confusión permanente entre el Gobierno, el partido y la Administración General del Estado muestra el concepto de asaltar el poder del sanchismo. Tras conseguir el botín, como se ha demostrado en estos años, se pone al servicio de sus redes clientelares y los cargos públicos, tanto en la Administración como en las empresas públicas, se adjudican sin ningún criterio objetivo de mérito y capacidad. Desde el primer día, quizás por una deformación académica, he leído los currículums de los agraciados por los nombramientos del Consejo de Ministros. El panorama es desolador. En muchos casos, el único mérito que se puede identificar es la lealtad al partido. Por acudir a una analogía razonable, nada que ver con los gobiernos de Felipe González, donde era importante la lealtad al partido y al proyecto, pero se elegían personas de incuestionable cualificación.

El pueblo culto que preconizaba el sabio Cicerón nunca ha estado en los objetivos de los populismos de izquierdas que es una evolución del comunismo sectario y fanático de toda la vida. A esto me permitiría añadir un pueblo informado. Es muy significativo el acoso del sanchismo a los medios de comunicación con el fin de controlar la información. Los que no compran la propaganda partidista de La Moncloa o la sede del PSOE son pseudomedios e integrantes de la fachosfera. La desinformación es todo aquello que afecte negativamente a Sánchez, porque ha abrazado unos modos autocráticos que le llevan a no hacer ruedas de prensa o limitar la concesión de entrevistas. El poderoso aparato del Estado está al servicio de las cloacas del sanchismo que necesita tapar los escándalos, amordazar a la oposición y seguir con la guerra de trincheras que tan buen resultado le ha dado. Por tanto, «el Estado soy yo» y quien va en contra suya forma parte de la internacional ultraderechista que se ha inventado. Cicerón haría referencia a la educación y la información libre. Me temo que se sentiría desolado ante el populismo sanchista.

Finalmente, tenemos la exigencia de unas leyes justas. Roma estableció durante la República un modelo de limitación de poderes muy interesante que serviría de inspiración a Locke, Montesquieu y tantos pensadores que han reflexionado sobre el riesgo de concentrar el poder en una persona o un grupo, ya que conduce, necesariamente, a la tiranía. Sánchez ha impuesto una ley de Amnistía que responde a un fin ilegítimo que la hace nula en el fondo y en la forma. Me es igual lo que digan los juristas sanchistas como Pérez Royo o Martín Pallín. No me influye la actual composición del Tribunal Constitucional bajo la presidencia de Cándido Conde-Pumpido y sus colaboradoras. No les importa mancharse la toga, como estamos viendo, para servir al uso alternativo del Derecho. Tendrán en su conciencia haber apoyado una norma que hubiera causado una profunda repugnancia en Cicerón, pero también en todos los grandes juristas que desde el siglo XVIII han defendido el Estado de Derecho, el imperio de la ley y la separación de poderes. Nada podrá borrar el fin ilegítimo de aprobar una amnistía para comprar los votos que le han permitido seguir en la presidencia del Gobierno. Ningún constitucionalista decente puede considerar que es un fin legítimo. A las leyes justas, que desgraciadamente no cumplimos en este y otros casos, Cicerón hoy hubiera actualizado su reflexión incorporando la exigencia de un Poder Judicial independiente.

La democracia solo puede funcionar con una Justicia independiente, pero el sanchismo y sus aliados quieren someterla a un modelo de abominable Justicia Popular al servicio de sus intereses partidistas.

Desde la Transición hasta nuestros días, la izquierda ha practicado el lawfare utilizando a las asociaciones y fundaciones que controlaba. Ahora asistimos a un nuevo hito que es señalar y amedrentar a los jueces que no le gustan a Sánchez. Es un caudillo, como sucedía en el siglo XIX, que se considera la única fuente de libertad, legalidad y progreso. Por ello, la guerra de trincheras es la estrategia para consagrar la mutación constitucional. La única democracia es la que obtenga su legitimidad en el sanchismo.