La rabia del vecino

La rabia del vecino

Cómo cabía esperar, no se han dado grandes sorpresas en las últimas europeas. El viejo continente continúa siendo un lugar donde –como si de lenguaje inclusivo se tratara– existen muchos derechos y muchas derechas. Queremos ser una sociedad grande y abierta y lo único que sucede es que hay serias discrepancias ideológicas a la hora de decidir cómo lograrlo. Pero el objetivo final que se detecta en toda la población europea es ese. Si nos fijamos, muchos de los fenómenos ultramontanos que de una manera tan apocalíptica agitan los boquiabiertos (como amenaza del supuesto futuro distópico que nos espera), comparados en pie de igualdad con muchos de los regímenes autocráticos que existen fuera de Europa, hacen parecer a nuestros ultras casi de centro-izquierda o hermanitas de la caridad.

Nadie se ocupa de hacer esas comparaciones porque son odiosas y no resultan rentables. Nuestros líderes prefieren agitar el espantajo del adversario como si fuera el hombre del saco. Hasta nuestro propio presidente proponía estas elecciones que no hay que votar para construir un país sino para que rabie el prójimo. El objetivo para él, por lo visto, no consistía en entendernos, sino en el placer de imaginar la cara de fastidio del vecino que opina diferente. Muy edificante no parece y alguien con esos criterios no sé si será la persona adecuada para lograr defender unas instituciones comunes, inclusivas y de talante democrático. Por suerte, en Europa sigue pesando mucho el viejo proyecto de combatir los focos de miseria por caminos imparciales y eficaces. Que esos caminos los hemos de encontrar entre todos no creo que nadie sea capaz de negarlo.

Si alguien piensa que él mismo puede encontrarlos, tomando sus decisiones solo para fastidiar al discrepante, nunca será más peligroso ese empeño que en manos de una persona tan presuntuosa e insensata como para creerse capaz de cumplirlo en solitario.