La rusia que conoció Andreu Nin acusado de matar a Dato

La rusia que conoció Andreu Nin acusado de matar a Dato

La fecha: 1921. Como Andreu Nin hablaba varios idiomas, la CNT le envió al Congreso de la Internacional Sindical Roja en Moscú: era la primera vez que viajaba por Europa.

Lugar: Moscú. Corrió el rumor de que Nin huía de la Policía, mientras preparaba las maletas para marcharse a Rusia, vinculándole así con el atentado contra Eduardo Dato.

La anécdota. Llamó su atención la viva reminiscencia de la revolución: el palacio construido por Nicolás I, cuya escalinata daba al salón donde se celebraban congresos.

En abril de 1921, el pleno nacional de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) decidió enviar una delegación a Rusia al III Congreso de la Internacional y al Congreso de fundación de la Internacional Sindical Roja. Como Andreu Nin, futuro presidente del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) antes de morir asesinado en la Guerra Civil española, hablaba varios idiomas, se erigió en el candidato perfecto para formar parte de aquella comisión. Era la primera vez que él viajaba por Europa.

La situación política española era delicada entonces. Al asesinato del jefe del Gobierno Eduardo Dato en marzo de 1921, víctima del pistolerismo anarcosindicalista por haber apoyado a Martínez Anido en su actuación para controlar la situación social en Barcelona, se sumó en julio el desastre de Annual, donde las tropas marroquíes de Abd el-Krim infligieron una cruenta derrota a las fuerzas españolas con más de diez mil muertos.

Enseguida corrió el rumor por Barcelona de que Nin huía de la Policía. Al recién elegido secretario general de la CNT, que preparaba entonces las maletas para marcharse a Rusia, se le vinculó con el atentado contra Dato porque los tres pistoleros que acabaron con la vida del líder conservador eran anarquistas. Pero lo cierto es que él nada tuvo que ver con el asesinato, aunque conociese a sus autores.

A su llegada a Berlín, se escondió de la Policía dado que el Gobierno español había ofrecido una recompensa de un millón de pesetas a quien detuviera a los responsables de la muerte de Dato. Los delegados cenetistas pasaron a Estonia y de allí, a Petrogrado y Moscú con pasaportes falsos.

Al fin Andreu Nin pisaba suelo ruso. Durante nueve largos años contemplaría millares de veces los muros del Kremlin y la inmensa superficie de la Plaza Roja.

A su llegada a Moscú fue alojado en el hotel Lux, situado en la avenida Tverskaia, cerca del Kremlin. Una residencia de seis plantas sucia y polvorienta, con mala calefacción y una comida que no valía la pena ni probar. Por el primer piso, sin reformar, pululaban cucarachas y hasta ratas. Como las cocinas eran colectivas, podían respirarse en el hotel los olores de todos los fogones del mundo. Los hombres y las mujeres preparaban allí su desayuno o su cena. El almuerzo se organizaba en el Komintern.

A veces, había que guardar cola y no era raro entonces escuchar discusiones entre mujeres en distintas lenguas, como si aquello fuese una Torre de Babel. Nin era una de las ciento cincuenta personas que se alojaban allí. Cada vez que entraba o salía del hotel debía mostrar al conserje un carné al que llamaban «propus», sin el cual nadie podía acceder a la residencia.

Al contrario que el hotel Lux, el Savoy acogía en su coqueto restaurante a numerosos extranjeros, desde diplomáticos hasta representantes de astilleros ingleses o norteamericanos, que pagaban alrededor de cuatro dólares por un menú, equivalentes a dieciocho millones de rublos. Tal era el abismo existente entre la moneda rusa y la norteamericana.

Nin se contentaba a veces con sentarse a una de las mesas del café-restaurante pegado a la puerta principal del Lux, cuyo ambiente nocturno era amenizado por una buena orquesta. Acostumbraba a tomarse un té, dado que el café era considerado todo un lujo. Más de una vez, al dirigirse al Kremlin, penetraba en el recinto amurallado por la puerta lateral cercana al edificio del Komintern, en lugar de hacerlo por la entrada principal de la Plaza Roja. Había que franquear un doble control, formado por guardias rojos con sus bayonetas caladas.

Ante la enorme campana

La primera vez el líder anarquista se detuvo ante la enorme campana que se conservaba inservible como una reliquia del pasado en uno de los patios. Observó también el cañón gigante que jamás llegó a dispararse. Y el ostentoso Museo del Kremlin, colmado de hermosos recuerdos: el trono persa ofrecido a Boris Godunov, las ricas carrozas con piedras preciosas incrustadas, los innumerables y preciosos vestidos de Catalina la Grande y, como contraste, los instrumentos de suplicio utilizados contra los enemigos del régimen.

Llamó su atención, nada más verla, la cripta de la iglesia del Arcángel, una de las tres que contenía el Kremlin, con los toscos sarcófagos de los zares. Y cómo no, la viva reminiscencia de la revolución: el gran palacio construido hacía un siglo por Nicolás I, por cuya escalinata se accedía al enorme salón dorado en el que antiguamente se celebraban con

fastuosidad los grandes acontecimientos, y entonces los congresos soviéticos e internacionales.

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PRECIOS DESORBITADOS

A diferencia de Petersburgo, en Moscú no había hoteles particulares. En casi ninguna ciudad del mundo era tan grande la carestía de habitaciones como allí. Nin subió más de una vez a un coche de punto para recorrer las grandes distancias de la ciudad. Los tranvías era preferible no cogerlos: iban llenos a rebosar y en su interior anidaban piojos que propagaban el tifus. El «iswostschik», como se llamaba al cochero de punto, era el típico barbudo maloliente que tiraba de las riendas de un escuálido caballo que parecía a punto de desbaratarse. El precio de la carrera era de cuatro millones de rublos, equivalentes a un dólar. Los precios eran desorbitados dada la depreciación del dinero ruso en una economía de posguerra. Un traje costaba mil millones de rublos, un par de zapatos doscientos millones y una libra de manteca, quince millones. Ir al teatro era también muy caro.

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