La última cena no se toca

La última cena no se toca

La memoria se ancla a todo lo que se sale de lo normal. Es algo que sabemos desde hace siglos cuando, mucho antes de inventarse la imprenta, nuestros antepasados asociaban de forma deliberada sus conocimientos a imágenes absurdas o cargadas de anomalías, para evocarlos cuando los necesitaran. Cicerón atribuyó la invención de esa técnica a Simónides de Ceos y la llamó «el arte de la memoria». Consistía en vincular mentalmente ciertos saberes aprendidos a edificios imaginarios o seres teratológicos para, al rememorarlos, «recuperar» de ellos los conocimientos que antes les asociaron. La emblemática renacentista elevó esa habilidad a grados sofisticadísimos, y aún hoy –sin necesidad ya de recurrir a tales trucos para recordar– nuestras neuronas siguen activándose al ver engendros o imágenes paradójicas.

Puro «arte de la memoria» en construcción ha sido lo que hemos visto en París durante la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. Aunque el espectáculo a orillas del Sena nos regaló cuatro horas de pirotecnias, acróbatas, cancanes y globos juliovernescos, lo que nos devolverá el recuerdo de estas olimpiadas en el futuro será la imagen de una Última cena grotesca, atendida por drag queens. La imagen dio la vuelta al mundo en segundos y millones de personas la reconocieron en el acto: aquello era la enésima recreación del mural que Leonardo da Vinci pintó en 1497 para el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie en Milán. Poco importó que la pintura original fuera concebida para un reino del norte de Italia, o que Leonardo fuera toscano. Da Vinci murió en Amboise en brazos del rey de Francia, con la última capa de la Mona Lisa aún fresca. Eso lo convirtió en francés «de facto», como más tarde les ocurriría a otros genios como nuestro Picasso. Y con esa osadía tan suya, incluyeron su propia versión de La última cena –la obra de mayor envergadura de Leonardo–, entre una María Antonieta decapitada, La foule de Edith Piaf o la reaparición de Céline Dione.

De poco ha servido que los organizadores explicaran que aquello no fue una imitación de la Cena, sino un guiño a una bacanal griega. La memoria visual planetaria no lo interpretó así. Y acostumbrados como estamos a ver adaptaciones protagonizadas por actores –con Marilyn Monroe de anfitriona–, con científicos rodeando a Einstein e incluso con los inefables Simpson corriendo en forma de memes por las redes sociales, la opinión pública identificó ese cuadro de mal gusto como una burla de Francia al espíritu cristiano. En París, en los días posteriores a la inauguración, incluso se oficiaron multitudinarias misas de desagravio y este verano no han faltado obispos de media Europa predicando contra lo sucedido.

La ola de protestas me ha recordado algo que ocurrió hace ahora dos décadas, cuando una novela situó por penúltima vez a La última cena en los titulares. Dan Brown, entonces un desconocido autor estadounidense, dedicó tres páginas –solo tres– de El código Da Vinci al mural de Leonardo para afirmar que el discípulo que se apoya en el hombro de Jesús en el centro de la mesa era, en realidad, una mujer. Un retrato de María Magdalena. La obra citaba también otras pinturas: sus protagonistas morían frente a La Virgen de las Rocas o dejaban mensajes escritos en la Gioconda, pero el público lector se quedó –por algún oscuro efecto de la memoria– solo con lo de La última cena.

Algo, pues, tiene esa obra que la convierte en magnética. De hecho, antes de que Brown publicara su libro, yo también caí en su hechizo. Fue durante un viaje a Milán. La Cena acababa de ser abierta al público tras veinte años cerrada por restauración. El mural se caía a pedazos y el equipo de la doctora Pinin Bambrilla había decidido enfrentarse a él quitándole estratos de repintes para devolverla a su antiguo esplendor. Al hacerlo, dejaron en evidencia algo perturbador. Algo que se convirtió en una obsesión para mí. Aquella escena mostraba a trece personajes sin halos de santidad, sentados alrededor de una mesa en la que Jesús no consagraba ni el pan ni el vino, en donde no había ni rastro del célebre Grial y en la que los comensales parecían ajenos a la trascendencia del momento. ¿Por qué?

Durante años intenté comprender las motivaciones de Leonardo. Descubrí que su fuente de inspiración había sido un versículo del evangelio de Juan en el que Jesús anunciaba a sus discípulos que había un traidor sentado en la mesa, pero también que Da Vinci nunca fue un cristiano ejemplar. Sus ideas rozaban a menudo la blasfemia y había rasgos en su comportamiento que permitían asociarlo a algunas de las grandes herejías de su tiempo. Por otra parte, con su atípica Última Cena hizo algo que jamás permitió con ninguna de sus obras: dejó que otros la copiasen antes incluso de haberla terminado. Como si fuera consciente del poder de esa imagen y hubiera querido difundirla urbi et orbe para sembrar la polémica.

Hoy, más de cinco siglos después, Leonardo estaría más que satisfecho: los Juegos han recogido su guante burlón y han renovado la controversia que inyectó a su criatura. La «nueva» Cena de las drag es ya el icono que asociaremos siempre al París olímpico. Y todo por la pésima gestión del poder de los símbolos y «el arte de la memoria» que han hecho sus organizadores.

Hay cosas que es mejor no tocar.

Javier Sierra es premio Planeta y autor de “La cena secreta” (traducida a 45 idiomas).

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