Las lecciones del paraíso

Las lecciones del paraíso

No había cumplido todavía siete años aquel niño cuando una tarde de verano con unos niños de su edad jugaba junto a una acequia que discurría entre naranjos. Todos se bañaban desnudos. El agua era profunda, fresca y clara. No muy lejos se oían gritos y chapuzones de otros niños. Aprender a nadar y a guardar la ropa eran las dos primeras lecciones que se aprendían en aquel paraíso terrenal. El niño que se bañaba desnudo tenía que esconder la ropa en la copa de un árbol para evitar que una pandilla de chavales aviesos se la llevaran y hubiera que volver a casa en cueros con el bochorno ante todo el mundo. En un momento en que este niño, que tal vez iba para poeta, se encontraba lleno de dudas mirando absorto a las libélulas que sobrevolaban la acequia, uno de los amigos, el más leal, lo empujó por la espalda y lo echó al agua. Todavía no sabía nadar. Pudo haberse ahogado. De hecho, haber sobrevivido lo consideraba el primer milagro que le había regalado el azar. Comenzó a bracear y de pronto sintió que bastaba con no ponerse nervioso para que su cuerpo comenzara a flotar. Al salir del agua se le planteó un dilema: darle una patada en los huevos a aquel niño que le había empujado a traición o abrazarlo con emoción y darle las gracias por haberle obligado a salir de dudas, a vencer el miedo y a afrontar el peligro, una contradicción que ya no lo abandonó a lo largo de la vida. Al cumplir los siete años, recién instalada la inteligencia en su cerebro, este niño empezó a pensar que el bien y el mal estaban atados con un mismo nudo. Por un lado, a esa edad el uso de razón le hacía culpable, de modo que cualquier pecado podía llevarlo al infierno; por otro, podía bañarse desnudo en la acequia de agua clara que discurría entre los naranjos, un placer furtivo, lleno de armonía que lo redimía. A nadar y a guardar la ropa hoy lo enseñan las altas escuelas de economía y política, inspiradas por el propio Maquiavelo, pero son lecciones que aquel niño aprendió en el paraíso.