Los Amantes de Teruel: el amor imposible y la muerte segura

Los Amantes de Teruel: el amor imposible y la muerte segura

La narrativa
patrimonial es uno de los tesoros más importantes de la humanidad y
lleva recorriendo el planeta tanto al menos como atestiguan los
cuentos que se han transmitido desde las estepas de Asia hasta Las
mil y una noches, el Decamerón de Boccaccio o El
cuento de los cuentos de Basile. Otro de sus pilares es, por
supuesto, la fábula de animales, greco-india, china o de otros
lugares, que corre por doquier con historias moralizantes
protagonizadas por nuestros compañeros en el planeta que encarnan
virtudes morales. Y por supuesto que también tenemos derivaciones
apasionantes en las mitologías comparadas que surcan el globo con
historias paralelas de héroes y dioses. Cada latitud las adapta a su
idiosincrasia, a sus condiciones geográficas y, por supuesto,
ideológicas y sociopolíticas. Y hay muchas ocasiones en que mitos y
cuentos se cruzan con héroes y heroínas que alternan lo épico, lo
ejemplar y lo romántico. Hay numerosos ejemplos de ello en la
mitología española popular: hoy lo veremos en una leyenda de
antigua prosapia, “los amantes de Teruel”. El viejo cuento de las
familias enfrentadas por causas políticas, o separadas por la
diferencia socioeconómica, y que, sin embargo, acaban hermanadas
merced al amor inmortal –ya saben, el amor platónico que diviniza
al hombre– de dos de sus más jóvenes retoños es una de las
urdimbres más clásicas, uno de los argumentos universales de la
narrativa patrimonial. Se combina, por supuesto, este amor con la
muerte: Eros y Tánatos eran argumentos para cuentos paralelos antes
que pulsiones de la psique. Los tenemos en muchos pares de leyenda:
desde el mito de Hero y Leandro, la fábula de Píramo y Tisbe o el
cuento de Polifemo y Galatea, hasta los de Troilo y Crésida o Romeo
y Julieta, en algunas de las muchas derivaciones que este esquema
básico tiene en la historia de las narraciones esenciales.

En la mitología
hispana destaca la leyenda de Juan (o Diego) e Isabel, los amantes de
Teruel, que recoge un viejo esquema historiado en la época de la
Reconquista y que es totalmente paralelo a uno de los cuentos del
Decamerón de Boccaccio (narrado ahí como la historia de
Girolamo y Salvestra). Si bien hay que decir que el autor italiano
tiene una gracia erótica que ha sido dulcificada según los
pudorosos esquemas ideológicos de la España de la primera edad
moderna, claro está. El esquema del cuento es bien conocido: hay dos
familias nobles en la ciudad, los Marcilla y los Segura. Juan Garcés
de Marcilla, conocido como Diego a partir de las recreaciones
literarias de la leyenda, era vástago de aquella familia, muy noble
pero de escasos recursos económicos desde que su hacienda fue
asolada por una plaga. Estaba enamorado desde muy joven de Isabel de
Segura, retoño de la otra principal familia de la ciudad. El amor
era obviamente imposible. Diego promete que volverá de las “guerras
contra los infieles” –ora las Cruzadas ora la Reconquista–
después de haber hecho fortuna para poder aspirar a la mano de su
amada. Ella promete a su vez que lo esperará. Pasa el tiempo. Isabel
resiste durante años la presión de su padre para concertar una boda
de conveniencia, arguyendo que es necesario esperar hasta cumplir los
veinte años. Eso, entre otras estratagemas de dilación a la manera
de Penélope, va funcionando. Sin embargo, llega el momento en el que
ya no puede dilatar más el matrimonio concertado. Se celebran las
fastuosas bodas con un potentado de la ciudad. Quiere la desdichada
casualidad que justo la noche de bodas, ya consumado el matrimonio,
sea la del regreso de Diego, enriquecido después de largas campañas.
Diego se presenta furtivamente de noche en casa de los recién
casados. Isabel se despierta y se lo encuentra en la puerta. Él le
pide a ella un beso con palabras que han devenido célebres –”bésame,
que me muero”– y ella se niega por dos veces: al tercer suspiro,
el joven cae muerto en el acto. De vuelta en el lecho conyugal y
después de que su marido se despierte, Isabel le cuenta lo ocurrido.
El marido se sorprende de que no haya accedido a darle un beso casto
que hubiera impedido la muerte del joven, pero desea evitar problemas
y deshacerse de su cadáver. El cuerpo de Diego, expuesto en sagrado
para ser llorado ante las mujeres del lugar, recibirá finalmente el
beso de amor postrero de María, tras lo cual ella cae también
fulminada por una muerte de amor, que acaba por romantizar –Eros y
Tánatos hermanados de nuevo– todo el cuento. La ciudad entera,
impresionada por su suceso de amor –todo un padecimiento colectivo
siguiendo los esquemas de la tradición clásica– los entierra
juntos.

Desde entonces se
les conoce como “los amantes de Teruel”, en una historia que ha
tenido una larga pervivencia en las artes y en las letras. La
leyenda, que se supone que sucede en el siglo XIII, ha sido reescrita
continuamente en diversas épocas por autores como Tirso de Molina o
Juan Eugenio Hartzenbusch. Famosas recreaciones pictóricas son la de
Juan García Martínez (1857) y la de Antonio Muñoz Degrain (1884),
ambas en el Museo del Prado y hay una célebre ópera de Tomás
Bretón (1889), escrita sobre la obra teatral de Hartzenbusch. La
leyenda se fue mezclado poco a poco con la historia, sobre todo desde
que se hallaron en la Iglesia de San Pedro de Teruel dos cuerpos bajo
el suelo de la capilla de San Cosme y San Damián que la tradición
popular identificó con los de los famosos amantes. En esa capilla,
rebautizada como Capilla de los Amantes, la devoción popular acabó
logrando que en 1955 los cuerpos fueron trasladados a dos sarcofágos
de alabastro esculpidos por Juan de Ávalos, que hoy día son todo un
reclamo para los visitantes de la ciudad.

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