Los que se quedan

Los que se quedan

Darse un chapuzón nada más despertar, coger cangrejos con un cubo de plástico a las doce de la mañana, dormir una siesta del carnero con la barriga llena de camarones y vino blanco a la una y media, encontrarse con Onán a las cuatro y cuarto, comer un bocadillo de bacon-queso a las seis, jugar a las palas sobre la arena a las seis y media, saborear un helado de nata con nueces a las siete, beberse un gin-tonic bien cargado de hielo a las diez o cantar a grito pelado “Ave María cuándo serás mía” a la medianoche son placeres certificados por el laboratorio mundial del desahogo. Sin embargo, poco se habla del gusto inefable, de la paja cerebral y ocular que puede suponer una llorera bien echada. Agosto es el mejor mes para el llanto, porque, se ponga como se ponga T. S. Eliot, es el más cruel, sobre todo para los que no pueden verter sus lágrimas en el agua del mar. Agosto es un mes en el que los huecos que dejan los veraneantes que abandonan la urbe se llenan de fantasmas que son memoria y deseo; entonces los dolores parecen metidos en una piedra de ámbar: uno se puede permitir el lujo de mirarlos desde muchos ángulos, recrearse en ellos de una forma morbosa, sádica, masoquista y, finalmente, placentera.

Seguir leyendo

Please follow and like us:
Pin Share