Los veranos azules de la infancia

Los veranos azules de la infancia

Y tan largos, que nos parecía, cuando empezaban, que no iban a acabar nunca, y tan apacibles que perdíamos la cuenta de los días y se paraba el tiempo.

No sentíamos temor, ni teníamos miedo a lo que pudiera ocurrir, porque el futuro no existía. Tampoco el pasado, que se había borrado de repente como se borraban los dictados y las cuentas del encerado de la escuela. Un borrón oscuro en la memoria también la escuela, a la que no íbamos a tener que volver, o tardaríamos tantísimo que más valía no pensar en ello.

El mundo estaba bien hecho, el nuestro, tan pequeño, del pueblo, y el otro más grande, del que apenas sabíamos nada.

Confiábamos en los mayores, y teníamos la completa seguridad de que ellos sabían bien lo que había que hacer, y por eso les obedecíamos en todo, y aceptábamos sus designios, desde los más insignificantes del quehacer diario hasta los que atañían a nuestro porvenir. Ellos nunca se quejaban, ni dudaban, ni se planteaban las cosas, porque estaban conformes con lo que la vida les había deparado y seguían el camino seguro de la tradición y las costumbres.

Los días de labor íbamos a los prados a recoger el heno para que las vacas tuvieran comida en los meses nevados del invierno, o a las eras a trillar la mies y limpiar el grano que se llevaba luego a moler al molino, o al monte a guardar el ganado. Volvíamos cansados, pero aún teníamos tiempo de andar un rato por la calle y de jugar a los juegos de siempre: el aro, la rayuela, el escondite, los bolos, el pañuelo… Luego venían los domingos, una fiesta con campanas, todo el día para hacer lo que quisiéramos, sin ningún trabajo ni obligación por delante, y podíamos ir al río, o echar un partido de fútbol, o rondar por donde las chicas si ellas nos dejaban.

Un rosario de pequeñas ilusiones que, de tan pequeñas, casi todas se cumplían: la vuelta a casa después de trabajar en el campo o de haber pasado el día en el monte aprendiendo el oficio de pastor, el descanso de los domingos, los juegos del oscurecer antes de la hora de la cena, los zapatos y el niqui nuevos para la fiesta del patrón… La clara inocencia de esas ilusiones y otros sueños igualmente modestos bastaban para borrar lo que de grisura pudiera tener la realidad.

Y así, dejándonos llevar por la cadencia de los trabajos y los días, y acogidos al regazo de la naturaleza, despacio y en calma iba pasando el tiempo, tan despacio y en calma como discurría el agua del río a la sombra de los sauces en las horas perezosas del mediodía.

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