Mies van der Rohe en la cueva neandertal

Mies van der Rohe en la cueva neandertal

Hace no demasiados años, los neandertales eran retratados, incluso en la literatura científica, como criaturas casi simiescas, mucho menos avanzadas cognitiva y culturalmente que nosotros. Hoy, en cambio, son mayoría los autores que los presentan como poco menos que una tribu de humanos perdida entre los hielos de la última glaciación. En realidad, es un desacuerdo más aparente que real, y desde luego, motivado en mayor medida por razones ideológicas que científicas. Décadas llevan los paleoantropólogos estudiando nuestras respectivas fisonomías, como también llevan décadas los arqueólogos comparando los restos dejados por ambas especies en los lugares en los que habitaron. En conjunto, todos estos indicios apuntan a la existencia de sutiles diferencias entre ellos y nosotros, posiblemente más de índole cualitativa que cuantitativa.

La cuestión estriba, en realidad, en el valor que estemos dispuestos a darles a tales diferencias. ¿Se trata de meras variaciones de un diseño corporal y un modo de pensar y de vivir sustancialmente idénticos? ¿O tienen, en cambio, un valor adaptativo? De hecho, pasa lo mismo con los propios seres humanos. ¿No somos todos (ligeramente) distintos en lo que se refiere a la estatura, la conformación física, la inteligencia, las pasiones que nos dominan o los intereses que nos ocupan? Ahora bien, ¿aceptaríamos que pueda haber personas más inteligentes, o más agraciadas, o más capaces que otras debido a tales diferencias? El actual mundo posmoderno está preso, así, de una suerte de esquizofrenia biempensante: al tiempo que vindica la diversidad en todas sus manifestaciones, hasta las más peregrinas, rechaza que tal diversidad pueda interpretarse en términos de ventaja o desventaja a la hora de vivir. Si hasta las fronteras que nos separan de los primates vivos, como chimpancés, bonobos o gorilas, están difuminándose (o siendo demolidas a conciencia), no debería sorprendernos que las que nos separan de los neandertales también se estén poniendo en cuestión.

En los últimos años se ha vuelto posible secuenciar el ADN dejado por los neandertales como haría cualquier forense en la escena de un crimen. Y al igual que estas técnicas ayudan a determinar si alguien es culpable de un delito, cabe esperar que permitan esclarecer si los neandertales eran o no como nosotros. Un trabajo de esta índole publicado hace solo dos semanas concluye algo muy interesante: los grupos neandertales vivieron aislados unos de otros durante miles de años hasta que acabaron por extinguirse. O sea, que al final puede que sí haya realmente algo que nos distinga de unos seres que, ciertamente, vivían en unidades familiares parecidas a las nuestras, mostraban bastante empatía hacia sus semejantes, adornaban sus cuerpos y, muy posiblemente, se comunicaban emitiendo sonidos parecidos a los humanos: la curiosidad. Porque durante milenos los neandertales habitaron los mismos lugares que sus antepasados, cazaron las mismas presas, tallaron las mismas herramientas… Los neandertales estaban así tan presos de sus rutinas como lo estamos nosotros de nuestras ansias por escapar a ellas. A diferencia de los neandertales, los humanos nos pasamos la vida planificando encuentros, celebraciones, viajes, proyectos … y las más de las veces, aguijoneados por una insatisfacción permanente: por no haber hecho todo eso mucho antes; porque llevarlo a la práctica entraña toda clase de dificultades; por el vacío que dejan todas las cosas cuando se terminan; y sobre todo, porque nunca nada nos parece suficiente. Hemos olvidado que transitar una senda conocida pisando las huellas de quienes nos precedieron puede ser una forma tan lícita (y tan gratificante) de vivir como abrir constantemente nuevos caminos para explorar territorios desconocidos.

A comienzos del siglo XX, el movimiento minimalista, con el arquitecto alemán Mies van der Rohe a la cabeza, defendió la necesidad de reducir a lo esencial los elementos estructurales de las construcciones, bajo el lema de que “menos es más”. Pero poco después, los maximalistas, de la mano de arquitectos como el norteamericano Robert Venturi, argumentaron justo lo contrario: que “más es más” y sobre todo, que “menos es aburrido”.. en fin, nada que no hubiesen clamado antes los partidarios del rococó, el barroco, el manierismo… o sí, muy probablemente, algún coetáneo humano de los últimos neandertales, escandalizado por aquella forma suya de vivir tan austera, tan rutinaria, tan presa de las normas heredadas. Pero, ay, el maximalismo no es solo una vindicación de la exuberancia, la creatividad o la espontaneidad humanas. Posee también otra cara menos amable y jubilosa: el despilfarro, el desequilibrio, la falta de aprecio por lo básico y lo duradero. Desde sus orígenes, el arte vive desgarrado por estas dos pulsiones antitéticas: reducir la forma a lo esencial para que nada nos distraiga del mensaje (y de la vivencia plena del mensaje), o convertir la forma en el propio mensaje (con el riesgo de que el artificio termine por envolver una nada). Aunque esto vale también para la propia vida, porque, ¿qué es mejor? ¿Reducir nuestras posesiones y nuestros afanes a lo esencial, para poder experimentarlos de un modo más pleno, o tratar de atesorar la mayor cantidad de bienes y vivencias aun a riesgo de gozar de ellos solo de un modo superficial?

Pues bien, henos aquí habiendo hollado ya hasta el último confín del orbe (y puesto el pie, incluso, en las desoladas llanuras de la Luna) y habiendo transformado el mundo hasta adaptarlo de todos los modos imaginables a nuestras necesidades (y a nuestros caprichos). Nos hemos hecho ya todos los selfies posibles desde todos los rincones del globo y los hemos compartido hasta con posibles civilizaciones alienígenas (fotos nuestras viajan desde hace décadas en las sondas Voyager más allá de los cofines del Sistema Solar). Igual ya es hora de parar. De cesar con esta actividad frenética. De detenernos por un instante, o una década, o un par de siglos. Se multiplican las señales que nos advierten de los peligros de este maximalismo vital: hambrunas, cambio climático, conflictos por el agua y las tierras raras, pandemias… No se trata de ser catastrofistas, porque a buen seguro sabremos salir de todo esto. ¿Pero para qué? ¿Para seguir ocupando y exprimiendo el planeta un poco más? ¿Para hacer lo mismo en otros planetas? ¿Para que, en lugar de haber una treintena de ciudades con más de diez millones de habitantes, como ocurre ya hoy, sean trescientas dentro de un siglo… o tres mil? ¿Para que se vendan 800 millones de automóviles nuevos cada año, en lugar de los 80 millones que se vendieron el pasado?

Necesitamos con urgencia una larga terapia de minimalismo existencial, que no consiste en una vida abocada a los sinsabores de la austeridad y la renuncia, sino en disfrutar con plenitud de aquello que es imprescindible (que no es tanto, después de todo); que no entraña abjurar de nuestra naturaleza inquisitiva, sino en hacer que se centre en lo más próximo (material y espiritualmente) a nosotros. Un clamor, por lo demás, nada nuevo, porque este humilde regato del minimalismo viene dejando oír su rumor desde los mismos albores de la humanidad, a pesar del estruendo de la riada maximalista: Diógenes, los epicúreos, Cristo, los Padres del desierto, el budismo zen… No es tan difícil: en el fondo todos sabemos qué necesitamos para vivir bien y sabemos aún mejor que es muy poco. Ya sé que los genes no funcionan así (porque lo que somos depende de otros muchos factores internos y desde luego, del ambiente en que nos desarrollamos), pero, metafóricamente al menos, dejemos por un tiempo que se exprese ese 4% de ADN neandertal que la mayoría de nosotros lleva dentro.

Apreciemos el valor (y la belleza) de contemplar todos los días el mismo amanecer desde la misma ventana; de saborear el mismo vaso de café mientras el mundo se despereza un día más a nuestro alrededor; de pasear por el mismo camino que recorrimos por vez primera de la mano de nuestro padre hace medio siglo. Seamos más neandertales ahora que serlo no es sinónimo de embrutecerse, sino más bien, de elevarse sobre la tiranía del consumo desaforado y la insatisfacción permanente.

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