Nina Stemme: declive y grandeza de una gran voz

Nina Stemme: declive y grandeza de una gran voz

Obras: de Wagner. Soprano: Nina Stemme. Orquesta titular del Teatro Real. Director: Gustavo Gimeno. 26-V-2024.

Había una novedad en este concierto: «Das Liebesmahl der Apostel» (“La cena de los apóstoles”), una composición de circunstancias nacida en 1843 y estrenada en Dresde por un coro masculino de 1.200 voces y una gran orquesta. Esta última solo aparece en el último tercio de la partitura. No recordamos haberla escuchado por estos andurriales en los últimos decenios. De ahí el interés, que se va diluyendo a medida que avanza la obra. La interpretación servida en esta convocatoria fue discreta: no siempre hubo el deseado y total empaste del magnífico coro que es el del Real. Ciertas irregularidades y borrosidades hicieron su aparición a lo largo de un recorrido de muchos minutos que se hace pesante. Sobre todo, en su muy extensa primera parte. Pero la fuerza y temple general del Coro Intermezzo hizo olvidar esas irregularidades.

Obra monumental, majestuosa, rotunda… y, repetimos, pesante, incluso cuando hace su aparición la bien surtida orquesta. El propio Wagner abominaría más tarde de su creación. En esta ocasión el director del Coro, José Luis Basso, introdujo una docena de voces femeninas, que no parecieron aportar gran cosa. Sus razones musicales tendría. La batuta de Gimeno, volandera, elástica, elegante y segura, acertó a balancear convenientemente los volúmenes. Algo que puso también de manifiesto en el resto de la sesión. Nos gustó especialmente el sentido narrativo del «Amanecer» y, sobre todo, de «El viaje de Sigfrido por el Rin», bien pautado y expuesto, contrastado y explicado, claro de texturas y de acentos, con un excepcional y muy joven trompa solista, cuyo nombre desconocemos dada la parquedad del escueto programa de mano, sin ni una sola anotación más que la de los brevísimos currículos de la solista y de los directores de orquesta y coro.

La «Marcha fúnebre», de la misma ópera, «El crepúsculo de los dioses», anduvo algo falta de amplitud, de grandeza, de rotundidad, de sabor trágico. Buena delineación general, con una plausible elaboración del «crescendo», del «Preludio» de «Tristán e Isolda» y aceptable acompañamiento, un punto falto de fulgor, a Nina Stemme en la «Muerte de amor». Fue el momento de mayor debilidad de la soprano, a la que le es difícil ya, cuando acaba justamente de cumplir los 61 años, emitir por derecho de manera dulce y lírica, apianar y ligar, regular el sonido, que es en ella algo gutural (cosa rara si nos acordamos de la pureza emisora de antaño). Por eso ese «Liebestod» no tuvo la altura, el dramatismo contenido, el lirismo hondo que requiere. Y el público lo detectó tasando sus aplausos.

Cosa distinta sucedió al final de la sesión, en la que el instrumento de Stemme se engrandeció, apoyado en la buena colaboración orquestal, y escaló a plena voz las altas cúspides de la «Inmolación». Ahí reapareció la gran cantante. La sonoridad poco grata se tornó en acogedora y el dramatismo se sintió a flor de piel. Potencia, vigor, premura, desgarro, evocación… Aspectos que flotaron ante nosotros en esa despedida del mundo y en ese curioso acto de contrición. La grandeza de la música wagneriana volvió por sus fueros; pese a la rudeza, a la destemplanza, al timbre rauco. Reapareció, con sus limitaciones actuales, la gran artista. Que apreciamos también en una aceptable delineación de «Träume», último de los lieder Wesendonck, que Stemme dijo con unción bien apoyada en el exquisito lecho orquestal de una Sinfónica bien trabajada por Gimeno, mejor aquí que en los últimos y otras veces tan grandes compases de «Götterdämmerung». Al final, pues, éxito.