Por San Bartolomé

Por San Bartolomé

Por San Bartolomé, si no revolvía el tiempo, la era quedaba limpia y barrida. El viajero que se acercara al pueblo a pasar la fiesta del patrón podía ver, si acaso, en un rincón el montón de granzas junto a unos gavejones de yeros o de «cucos», como se conocían los guisantes de secano, arrancados de la pieza con la aguada del alba, a base de uñas, antes de que picara el sol. Después las mujeres -esta solía ser tarea femenina- sin quitarse en todo el verano el pañuelo de la cabeza con el que se cubrían también la cara para no ponerse morenas, desgranaban pacientemente los garbanzos y las rubias lentejas de la tierra. El día de la fiesta, San Bartolomé recorría en andas, imponente, las calles y bendecía al pueblo y la cosecha.

En los páramos castellanos de las Tierras Altas, el final del verano era el tiempo de la caza, con la apertura de la media veda por la Virgen de agosto, y de la dula suelta retozando en la dehesa. Desde el punto de la mañana, los cazadores recorrían con sus perros los rastrojos y los orillos en busca de las inocentes codornices. El polvo de las eras -el picante tamo de los tardíos, de la avena y la cebada ladilla- cubría las paredes del caserío, se apoderaba de las callejas y manchaba las flores de malva donde bordoneaban los abejorros. Con la cosecha metida en casa -el grano en el granero y la paja en el pajar-, el pueblo descansaba y se recogía en silencio a la espera de la llegada inminente del otoño temprano.

El campo se volvía pardo, pajizo y desolado. Las calles se poblaban de moscas y de perros callejeros, sin raza conocida, tumbados a la sombra. También las ovejas, recién esquiladas, se apiñaban en la siesta. Los campesinos, con el rostro flaco, endrino, acuchillado por el sol del verano, descansaban y hacían balance de la cosecha en los poyos de las puertas y en la taberna. «Mal año -repetían año tras año-, pan para hoy y hambre para mañana», confirmando el ancestral pesimismo del mundo rural, que favoreció la estampida de la despoblación. En las tierras cercanas de la Rioja, más cálidas, todos los caminos olían ya a fruta y empezaba la alegre vendimia. Buen momento para coronarse de pámpanos dorados, como el cuadro de Arcimboldo, que se llama justamente «Otoño», o como las columnas barrocas del altar mayor de la iglesia parroquial, envueltas en apretados racimos de oro viejo, iluminados por la tenue luz de la lámpara del Santísimo.

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