Ptazeta: «En un mundo en el que predomina otro tipo de sexualidad, te sale decir “oye, yo soy como tú”»

Ptazeta: «En un mundo en el que predomina otro tipo de sexualidad, te sale decir “oye, yo soy como tú”»

A finales de 2019, Ptazeta lo petó con «Mami», un rap potente y superpegadizo que grabó junto al dj y productor musical Juacko. Convertido en himno lésbico, ese sencillo ha alcanzado cifras inauditas: más de 30 millones de reproducciones en YouTube y 70 millones de escuchas en Spotify. Su primer disco, «The party en la casa» (2022), terminó de confirmarla en un género tan competitivo como sujeto a las veleidosas modas. A sus 25 años, la canaria Zuleima del Pino González González ha presentado un segundo y nutrido disco, «Gorgona», en el que colaboran, entre otros, Omar Montes, Lola Índigo y Villano Antillano. El título está extraído de la mitología: una gorgona era un monstruo infernal cuya mirada petrificaba. ¿Tiene un significado oculto, encierra un mensaje? «Es una reivindicación de mi personalidad, de mí misma –aclara–. Me siento muy identificada con la gorgona, tengo una tatuada en el pecho. Y tengo una serpiente en la frente porque también sale de mi pelo, y en el cuello, porque sube. Este disco es un «aquí estoy yo y no me para nadie. Porque me fui de mí, sin que nadie se diera cuenta, pero ya volví y estoy a tope en mi relación con la música». Estamos ante 21 temas, un exceso: «¡Guau! Sí, pa’ que no te aburras, ja, ja, ja. Son como capítulos. Ha sido como un “acting” en el que yo no soy visualmente la protagonista, y eso me ha encantado». La esencia es un cóctel de rap, trap, reguetón, hip hop… ¿Qué etiqueta musical le ponemos? «Mmm. Buena pregunta. La verdad es que yo le pondría “sin etiqueta”, porque no sabría cuál ponerle. ¿Ptazeta? Sí, exacto. Esa es la marca. Mi línea es el trap, pero hay otros tipos de géneros que he sentido en ese momento porque a mí me gusta todo tipo de música».

Zuleima empezó a tocar la trompeta de niña, ¿cuál fue el estímulo que le empujó a rapear? «Siempre me ha gustado rapear, pero me veía incapaz de improvisar –confiesa–. Pasé por un bachillerato de artes escénicas y allí tenía una compañera que estaba todo el rato con el móvil en la oreja, rapeando, contando todo lo que iba pasando en el instituto, y ella me animaba un montón, pero yo me sentía totalmente incapacitada. Hasta que a mis amigos a mí y se nos metió el gusano de la improvisación y entonces era mañana, tarde, noche, todos los momentos del mundo mundial, rapeando. Y la práctica hace milagros. Y como a mí –prosigue– siempre me ha gustado sentarme a escribir, porque llevo toda la vida escribiendo mi historia, como si fuera un diario, me dije que con lo que escribía y la ayuda de la improvisación podía empezar a hacer música. Así fue como empezó todo».

Improvisación y papel

Durante un tiempo se dedicó a las batallas de gallos («freestyle»), ¿le parecen un modo eficaz de comprobar la capacidad creativa de una persona? «No –responde, rotunda–. Yo antes improvisaba todo el rato, pero ahora he adaptado otro hábito para crear que me gusta mucho más. He dejado la improvisación de lado y eso hace que no tenga el nivel que tenía hace cuatro años. Pero, en cambio, tengo más nivel de escritura y de estructura que entonces. Ahora los temas están más trabajados, son mejores, y el papel, sí, tienes razón, es lo que perdura. Y sentarme frente a un papel para crear es lo que más me gusta». ¿Se considera escritora? «Me considero primeramente compositora, mi meta es llegar a componer para artistas de todos los calibres. Soy como una ratilla de estudio, lo que me gusta es ver cómo crece el proceso creativo de meterte en el estudio, crear la letra, la melodía, básicamente hacer la música. Me encanta estar en un escenario, claro –prosigue–, me flipa cantar en directo, pero creo que me flipa aún más estar en el estudio. El concierto es como un premio reconfortante, porque ahí ves el trabajo que han hecho esos temas en la gente, que es cuando te animan y se saben tus letras. O a lo mejor no te siguen, pero te dicen: “Oye, escuché tu tema y, tía, me ayudaste a pasar un problema”, o lo que sea, y eso es un premio al trabajo del proceso creativo».

El rap con el que se dio a conocer, «Mami», convertido hoy en himno lésbico, ¿es una canción de amor? «Sí, sí, porque creo que todo lo que digo ahí son palabras bonitas. Y cuando canto esa canción en directo es flipante… ¡Si pudierais ver las caras de la gente desde donde yo estoy! ¡Es un buen rollo el que se crea, esas caras de felicidad! De repente, todos son amigos, todos se dan besos. La alegría es amor».

Zuleima es activista LGTB. ¿Cree que toda persona cuya orientación sexual no forme parte del patrón predominante, la heterosexualidad, tiene la obligación moral de ser activista en aras de la consecución de la igualdad? «Nadie está obligado a ser activista, pero el activismo te viene solo. Cuando estás en un mundo en el que predomina otro tipo de sexualidad y sientes que la sociedad te hace diferente, te sale el decir “oye, yo soy como tú y como todo el mundo y tengo derecho a ser y a hacer”, siempre y cuando no hagas daño a nadie. Lo suyo –afirma– sería pronunciarse, sí, porque si no fuera por eso, por quienes lo hacen, no estaríamos tan libres en este mundo como lo estamos ahora. Igualmente, yo estoy siempre rompiendo esquemas porque el mundo es muy grande y en todos los sitios no se da la misma situación». ¿Ha conocido Zuleima, a sus 25 años, al «amor de su vida»? «Yo he sentido el amor de muchas maneras diferentes –confiesa–. Y a lo mejor he pensado que una persona es el amor de mi vida, pero es un pensamiento que viene a raíz del momento que estás pasando, de felicidad con esa persona. Sí es verdad que ahora estoy en una relación nueva y que estoy aprendiendo a tener una relación guay, sana, en la que yo puedo decir “esto no me gusta” y no pasa nada, u “oye, yo no quiero ir, ve tú, puedes ir sin mí”. Sin rozar la dependencia emocional. Estoy –concluye– en ese punto».

Dulce Puñal por lengua

Javier Menéndez Flores

Miraba Zuleima la montaña de Arucas y aquella quietud de postal le encendía las ganas de moverse mucho, todo el rato. Saltaba de la cama con el entusiasmo de un géiser y atendía escrupulosamente a su imaginación, que siempre le arrancaba los pies del suelo. Y sobre la oscura arena de la playa de El Puertillo, junto a sus compinches, tan locos y tan borrachos de oxígeno y agua como ella, soñaba melodías y versos que parecían brotar de un caldero cuyo fuego nunca desfallecía («Se quiere hacer la tonta con esa cara traviesa, / la quiero en pompa pa’ poder encajar las piezas. / Me sabe más que el último trago de cerveza»).

Soplar con el arte de Valaida Snow, Billie Rogers o Ingrid Jensen fue un objetivo que duró un segundo, hasta que el rap te atropelló a doscientos por hora y ya jamás te repusiste de tamaña embestida emocional. Y casi sin darte cuenta pasaste de ser músico a «gallo», esas ametralladoras humanas cuya munición es un lenguaje frenético, repentizado, furioso. Un torrente de palabras como balas. Rimar era entonces la única meta y tan sólo la necesidad de dormir lograba sellarte la boca.

Dale, Patri, empléate: mándame un guasap que contenga todas las cartas de amor del mundo y ya verás como mis piernas hacen traspiés y me convierto en tu geisha para siempre. Pero pónmelo bien pintón, anda, con música de la que araña, de la que tira de ti con el ímpetu de un imán gigantesco, para que te lea mientras danzo con esa felicidad loquísima que exhiben los delfines al ronear con los humanos. Y descorcharemos champán del que te propulsa al cielo; ese que no encuentras ni de coña en los supermercados y por el que tienes que soltar un buen fajo («No hay mejor droga que tu cuerpo, / la quiero en exceso»).

La tierra materna pesa más que el ancla de un trasatlántico y por eso da igual que estés en Londres, Nueva York o París: sólo necesitas bajar los párpados para volver a mirar de frente el verdor sin fin de la selva de Doramas, donde siempre imaginaste que los dragones dormían en lo más profundo de la laurisilva. Ay de aquellos insensatos que traten de arrancarse la infancia y la adolescencia como si fuesen simples tiritas, pues están condenados al fracaso y la vergüenza («Pero todavía queda olor en las cenizas del incienso, / nunca es tarde pa’ un comienzo»).

Eminem es apenas un murmullo remoto y Foyone te enseñó más que mil libros de autoayuda. Pero aún puedes desangrarte con el lamento de Gata Cattana, que mentía con fuerza cuando afirmaba que «al final, sólo es carne». Y si Rosalía y C. Tangana te asaltan en cualquier lugar y momento con su «Antes de morirme», sabes que de ahí no te mueves. Tú, palabra de aruquense, tampoco quieres hacer lo correcto («Todavía me acuerdo de esa canción, / tú conmigo sudando encima del colchón, / desenfocado el humo en la habitación»).

Como un bullicioso mar de caramelo, dulce puñal por lengua, así es el nombre artístico con el que te cubriste. Tal vez por ello se te enredan en la boca versos de resonancias tribales («Kimbara-kimbara, kimbakim-bambam») mientras tu mirada contempla la única realidad posible, la del instante justo en el que suceden las cosas («Mami, mami, / estoy haciendo “cash” pa’ volar de aquí»). Observas todo el rato el horizonte, sí, y no piensas volver una sola vez el rostro. Pero cada vez que pisas un escenario, Zule, la infancia entera te explota en el cielo de la boca.

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