Rosario de Velasco, la pintora rescatada por las redes sociales

Rosario de Velasco, la pintora rescatada por las redes sociales

El [[LINK:TAG|||tag|||6336178d5c059a26e23f7dd9|||Museo Thyssen]] Bornemisza prosigue con la reivindicación del papel que han desempeñado las mujeres en la historia del arte que ya emprendió con la exposición «Maestras», continuó luego con la retrospectiva que dedicó a Isabel Quintanilla y ahonda ahora con una necesaria muestra dedicada a la olvidada figura de Rosario de Velasco. Una pintora inscrita en el llamado «retorno al orden», una tendencia marcada por la Nueva Objetividad alemana, que apostó por la figuración tocada por un enorme talento y empuje modernizador, pero que tuvo un azaroso corte vital y arrastró consigo todas las contradicciones propias de la época. De su padre, un coronel del Ejército español con una extraordinaria sensibilidad para el arte (y la literatura), heredó la vocación de la pintura, y de su madre, una vasca con hondas raíces religiosas, la fe católica.

Dos influencias de muy distinto cuño que la conducirían por los meandros que tallaron el paisaje de aquel primer tercio del siglo XX. Por un lado, el del lienzo y la paleta, entroncaría con las vanguardias y efervescentes contemporaneidades de su momento y la puso en contacto con aquellas mujeres de enorme talla relacionadas con la Residencia de las Señoritas, codeándose con personalidades inconformistas y de afán rompedor como Maruja Mallo, Rosa Chacel, Concha Espina, Lilí Álvarez y María Teresa León. Un círculo de amistades de dispares filiaciones ideológicas, pero que ellas pasaban por alto porque todas compartían un objetivo común, «que las mujeres ocuparan su lugar en la sociedad», como recuerda ahora Toya Viudes de Velasco, comisaria, junto a Miguel Lusarreta, de esta monografía que acoge el Thyssen y que ella comenzó casi como un propósito personal. En el salón de su casa descansaba un lienzo de proporciones grandes, «Las lavanderas», que observaba cada día, y las preguntas comenzaron a surgir sobre el sino de esa autora que, siguiendo los pasos de Durero, firmaba sus óleos con un monograma compuesto por las letras «R», «D» y «V». Emprendió una campaña por redes, aireó esas iniciales para que instituciones y particulares colaboraran a localizar sus cuadros y, como colofón, propuso a Guillermo Solana, director artístico del Thyssen, una propuesta tentadora: recuperar este nombre de la pintura española. El resultado es la presente iniciativa y, también, redondear cifras del catálogo de la creadora: de ella se conservan 336 obras, aunque saben que algunas han desaparecido, como «El baño», de 1931.

Este recorrido se centra en unos años de generosa creatividad, los que discurrieron entre los veinte y los cuarenta. Unas décadas de aprendizaje, desarrollo y éxito que estuvieron influidas por la pintura italiana, sobre todo, del Quattrocentro. La mujer, la maternidad, el mundo femenino, tienen un evidente protagonismo y, en ocasiones, quedan ecos de la pintura mitológica del Renacimiento, como puede vislumbrarse en «Lavanderas», donde este grupo de mujeres recuerdan a las ninfas de algunos cuadros; o la pintura religiosa, como deja ver en «Maternidad» (1933).

Hay piezas de enorme talento y magnetismo, como «Mujer con toalla» (1934), y obras de triste augurio, así «La matanza de los inocentes» (1936), que se mostró en público semanas antes del inicio de la Guerra Civil, que marcaría su destino. De Velasco, que se acercó a Falange por su devoción religiosa, conocería la amargura del conflicto. Huyó de Madrid, zona republicana, y buscó refugio en Barcelona, donde era desconocida. Allí la arrestaron por una delación particular y acabó en la Modelo, en una celda que compartía con otra reclusa. Escaparía, como en los mejores filmes, escondida en un carro de ropa usada. La salvó un médico, que se convirtió en su marido, Javier Farrerons, y en su huida se enteró de que su compañera de prisión fue fusilada ese mismo día al amanecer. Aunque cruzó la frontera con Francia y regresó luego a Burgos, la experiencia de la guerra le hizo renegar de la violencia, las ideologías y los enfrentamientos. La dictadura quebrantó el sueño de la pintura, aunque nunca dejó el pincel, hasta el punto de que sería más tarde, rondando ya la senectud cuando afirmaría: ahora ya sí sé pintar.