Sangre, sudor y lágrimas por Israel

Sangre, sudor y lágrimas por Israel

Hoy es 6 de octubre. Mañana será 7. Qué les puedo decir que ustedes ya no sepan de lo que pasó pronto va a hacer un año. Siempre que de verdad lo quieran saber. Porque si algo ha quedado trágicamente claro es que se puede elegir no saberlo. Que no es lo mismo que no enterarse.

Cuando Winston Churchill se quedó solo, no todavía ganando la Segunda Guerra Mundial, pero sí aguantando la posición para que algún día no se perdiera, había mucha gente que también decía que no había que sacar el tema de quicio, que hablando se entiende la gente, que lo que había que hacer era negociar un alto el fuego con Hitler. No vaya a ser que la cosa escalara.

El tema es que entonces no había ni la mitad de la mitad de la información que hay ahora. Les recomiendo encarecidamente la lectura de «La soledad de Israel», de Bernard-Henri Lévy, cuya traducción al español acaba de sacar La Esfera de los Libros. Me ha llamado mucho la atención ver escrito por otra mano algo que yo sentí muy en carne propia. Yo era diputada en el Parlamento catalán cuando se produjeron los horrendos ataques de Hamas que desencadenaron lo que vivimos ahora. Como tal, como diputada, luché a brazo partido para que mi grupo parlamentario y otros condenaran enérgicamente lo sucedido. Fui la primera sorprendida al ver que nos apuntamos al principio un pequeño ¿éxito?

Bernard-Henri Lévy describe muy bien cómo la magnitud de aquella salvajada paralizó al mundo entero por un segundo. Sionistas y antisionistas parecieron capaces por un instante de entenderse en lo esencial. Hasta la izquierda más profesionalmente antiisraelí de nuestro país (particularmente arrogante en Barcelona) agachó la cabeza.

Poco duran la alegría y la verdad en la casa del sectario. Cinco minutos después de aquel relámpago de ¿humanidad? vino una oleada de negación y un tsunami de judeofobia más arrolladores todavía. Como si tuvieran que hacerse «perdonar» no sé qué desvarío, catapultas de odio que llevaban años dormidas volvieron a erguirse y a cebarse.

Nada más triste que la reciente, indigna competición, por ver quién es más antiisraelí. Por ver quién grita más fuerte «genocidio» contra un pueblo que a día de hoy es el único de toda la tierra que se enfrenta exactamente a eso: a la voluntad declarada de exterminarlo, de borrarlo. Del río al mar.

No estaríamos dónde estamos de no llevar años aletargados por el miedo a llamar a las cosas por su nombre. ¿Se acuerdan de las «primaveras árabes» de Obama? Ya entonces Israel avisaba de que esto no iba, no podía acabar bien. Que Irán nunca consentiría una normalización de las relaciones entre el mundo árabe y el judío como la que se buscaba precisamente con los Acuerdos de Abraham dinamitados por el 7 de Octubre.

¿En qué momento se consideró normal llamar «milicias» a grupos terroristas, en qué momento dejamos de escandalizarnos ante la guerra por mafia interpuesta (incluidas las cloacas de ciertas agencias «humanitarias» de la ONU), en qué cabeza cabía y cabe que esto era una situación normal? ¿Cómo y por qué se llegó a la conclusión de que podíamos vivir en un mundo donde el 7 de Octubre era posible?

La buena noticia es que no creo que vayamos camino de una Tercera Guerra Mundial. Nadie que haya seguido el tema de cerca y vaya de una mínima buena fe lo cree. La mala noticia es que ese Israel al que globalmente hemos dejado solo, y al que en las últimas horas hemos vuelto a afrentar con infames manifestaciones en Barcelona y Madrid reivindicando la «gesta» de Hamas –¿por qué no una placa con los nombres de los terroristas palestinos que embutieron clavos en el sexo de una mujer israelí después de violarla y antes de asesinarla?–, nos salvará de esa Tercera Guerra inmolándose una vez más por todos nosotros. Por el maldito mundo libre que ni está ni se le espera.

Netanyahu probablemente se tendrá que ir después de ganar su guerra, como Churchill. Pero ahora mismo, parece ser muy consciente de que dispone hasta el 5 de noviembre (elecciones americanas) para asegurar el perímetro de la seguridad de su país (y de todos los nuestros) haciendo justo lo contrario de lo que todos insisten en decirle que tiene que hacer. El coste será tremendo. En sangre, en sudor y en lágrimas. Pero si no se puede hacer de otra manera, es por nuestro abandono. Para nuestra gran vergüenza.

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