Sexo en el románico: más curiosidad por el vicio que respeto por la virtud

Sexo en el románico: más curiosidad por el vicio que respeto por la virtud

Hombres que exhiben sus falos de tamaños desproporcionados, parejas besándose o tocándose los genitales, mujeres mostrando su vulva, coitos y otras múltiples escenas de carácter sexual pueblan aleros y capiteles de las iglesias románicas europeas construidas entre los siglos XI y XIII. Caro Baroja comentaba que estas escenas de sexo explícito «más producen curiosidad por el vicio que respeto por la virtud». Actualmente hemos perdido el código de interpretación de estas imágenes, ya que la moral puritana del siglo XIX en Europa y de mediados del XX en España modificó la interpretación del cuerpo y del sexo en muchas generaciones con unos códigos más restrictivos que los medievales, herederos del mudo antiguo. En primer lugar, estas representaciones plantean la cuestión del grado de libertad de los escultores frente a las prescripciones de sus mecenas. También conviene recordar que, en aquella época, lo sagrado y lo profano coexistían en cierta medida en la iglesia, que era el lugar de reunión del pueblo.

¿Obedecían estas imágenes a la visión eclesiástica de la sociedad? Los escritos de Aimery Picaud, clérigo de Parthenay-le-Vieux, en el siglo XII, son muy reveladores de las imágenes estereotipadas que los eclesiásticos tenían de las poblaciones rurales. Los campesinos del suroeste de Francia y del norte de España eran retratados de forma peyorativa y acusados de todo tipo de vicios y faltas: fealdad, maldad, incultura y lujuria.

Entonces, ¿cuál podría ser el significado de estas imágenes sexuales? En primer lugar, hay que señalar que las numerosas esculturas obscenas halladas en muchas iglesias de la Edad Media nunca se han explicado del todo. El cuerpo desnudo de la mujer dentro de la mentalidad eclesiástica fue interpretado en estos contextos como símbolo del pecado: «Por una mujer comenzó el pecado y con ella morimos todos». Y en la literatura de los Primeros Padres la mujer es la causa de todos los males: si enseña su sexo provocativamente es indicio de pecado. Esta será una de las teorías aceptadas desde principios del siglo XX al explicar desnudos y escenas sexuales ubicadas en el exterior de las iglesias como una abierta condena a las prácticas pecaminosas.

Fuera del templo habitaba el pecado, ya que la iglesia, una vez consagrada, era apartada del mundo de los hombres y reservada para lo divino. Se defiende, en este caso, el valor catequético de las imágenes avisando a los feligreses del peligro de ciertas prácticas sexuales como la sodomía, condenada en los penitenciales medievales, pero también lo fueron casi todas las posturas amorosas, puesto que no iban orientadas a la estricta procreación, sino al disfrute de la pareja. Incluso la legislación civil entra en estos campos de las relaciones entre hombres y mujeres, donde, curiosamente, el estamento eclesiástico suele estar muy presente como sujeto activo en la redacción del texto. En el caso castellano, el «Fuero de Sepúlveda», en su redacción latina (circa 1300), recoge un artículo titulado «Del que se asiere a teta de mujer».

Ingenio y humor

En la literatura descubriremos nuevas dimensiones de la sexualidad medieval, más ingeniosas e incluso humorísticas, bajo las cuales se pueden vislumbrar ciertos estereotipos de uso corriente, prejuicios, normas sociales, prácticas y tabúes sexuales. En el «Decameron», de Boccacio, una obra del siglo XIV, sus ilustraciones recogen aspectos muy ligados al erotismo arrojando luz sobre la práctica de sexo, alejando estereotipos como el cinturón de castidad y desmitificando las restricciones eclesiásticas.

Si bien durante muchos años se aceptó esta teoría, se han ido creando explicaciones alternativas. Miguel Ángel García Guinea, uno de los grandes especialistas del arte románico, consideraba que estas imágenes pudieron ser obra de los canteros que trabajan en el edificio reflejando la mentalidad profana. Sin embargo, poco sabemos sobre hasta qué punto estas representaciones eran consideradas picantes u obscenas. En muchos casos, dicho tipo de escenas aparecen en los aleros o el ábside, pero mayoritariamente fuera de la iglesia, como ocurre en la colegiata de Cervatos (Cantabria), donde las escenas eróticas están en los canecillos de la cornisa y en el vano central del ábside, lugar en el que se sitúa la imagen de una mujer desvergonzada que levanta sus piernas frente a un hombre itifálico en una actitud semejante.

Tanto la teoría del pecado como la de la provocación del artesano como origen de las escenas eróticas no explican los casos en los que aparecen en el interior de algunas iglesias, como en la cántabra de Villanueva de la Nía, donde una mujer exhibicionista mira a los feligreses desde el arco triunfal, y otra, al sacerdote. Mientras, en Santillana del Mar, también dentro del templo de su importantísima colegiata, hay una clara escena en que la mujer acaricia el pene de descomunales proporciones de su amante.

La variedad de ubicaciones ha dado lugar a otras explicaciones, como la de Ángel del Olmo, quien sostiene que el carácter sexual de estas imágenes era una incitación a procrear por la necesidad permanente de población, pero en realidad el problema no era la falta de nacimientos, sino la supervivencia de los niños por la ausencia de condiciones sanitarias.

Por su parte, Inés Ruiz Montejo señalaba a finales de los ochenta que en las iglesias de lo que ella denomina románico rural este tipo de escenas podría reflejar la permanencia de la cultura popular en manos del artista. En el mundo grecorromano la existencia de falos de grandes dimensiones tallados en las puertas de las casas era un símbolo de prosperidad y bienestar, quizá esa práctica pudo mantenerse en la cultura popular. O quizá estos símbolos se resignificaron y utilizaron con valor apotropaico, es decir, con un carácter mágico y sobrenatural para ahuyentar el mal y preservar el bien, como sostenía Hernando Garrido, profesor de la UNED en Zamora, durante un encuentro celebrado en 2018 en la Fundación Santa María la Real.

Años antes, en 2012, se publicaba el estudio de la escultura románica de áreas de frontera de Inés Monteira Arias, catedrática de la UNED y titulado «El enemigo imaginado», en el que se analizan conjuntos iconográficos completos y se llega a la conclusión de que muchas escenas de púgiles, acróbatas y sexuales formaban parte de la propaganda antiislámica, que no solo estuvo presente en la realidad territorial, sino en la mente del clero y del pueblo, en los textos monásticos, en las crónicas y en los cantares de gesta. El estudio de estas fuentes arroja luz sobre los relieves de las iglesias, permitiendo inscribir la interpretación de sus formas en su contexto político-religioso. La ideología de la guerra sacralizada se volcó en la demonización de los musulmanes y en la distorsión de su imagen hasta límites caricaturescos que se hacían eco de textos que circulaban desde el siglo VII por el Mediterráneo que describían a Mahoma como el padre de la lascivia.

Otras interpretaciones se van abriendo camino, como el estudio de Isabel Mellén, doctora en Filosofía y graduada en Historia del Arte, en la reciente publicación «Sexo en tiempos del románico» (Crítica, 2024). Se trata de una obra que quita el velo a las visiones patriarcales del cuerpo femenino, múltiples veces castigado por la censura eclesiástica, no solo literariamente, sino también a través de las mutilaciones durante la restauración de algunos templos, como Frómista, o mediante las acciones particulares que, entre los años 30 y 70, trataban de «recristianizar» el arte mutilando los cuerpos desnudos sin respetar ni a Adán ni a Eva antes del pecado original.

Una visión social

Con una contextualización del románico mediante imágenes medievales sexuales, y desde la práctica feminista, la autora presenta una visión social de este fenómeno. Durante los siglos del románico, gran parte de las iglesias se construyen financiadas por aristocracias locales. El mensaje que se transmitía a través de la iconografía mostraba una propaganda aristocrática a los feligreses que completaba el código moral religioso y afirmaba la importancia de los roles de género de la dinastía, correspondiendo a las mujeres el papel eugenésico y el poder del sexo frente a las prescripciones de la reforma gregoriana, que limitaba las posibilidades de los eclesiásticos al prohibir el concubinato; y los hombres, el papel de defensor del territorio.

Mellén construye el discurso a partir de principalmente dos iglesias, la de Asunción de Alaitza (Álava), cuyas pinturas son de dudosa datación, y la de Santiago de los Caballeros (Zamora), cuyos patronos se conocen gracias a la documentación del Archivo Catedralicio. En el caso de las fundaciones monásticas, el mensaje sexual se destinaba a los monjes cuyo principal problema era la contención sexual, ya que, en muchas ocasiones, su celibato no era voluntario, como se recoge en una oración de Anselmo de Canterbury: «Hay un mal, un mal por encima de otros males, que soy consciente de que siempre está conmigo, que lacera y aflige penosa y lastimosamente mi alma. Estaba conmigo desde la cuna (…) Este mal es el deseo sexual, el placer carnal, la tormenta de lujuria que ha aplastado y azotado mi alma infeliz, la ha vaciado de toda fuerza y la ha dejado débil y vacía».

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