Sócrates y María Antonieta, dos modos de mirar a la muerte

Sócrates y María Antonieta,  dos modos de mirar a la muerte

El filósofo griego Sócrates (470-399 a. C.), maestro de Platón, abrió los ojos tan sólo un instante antes de cerrarlos para siempre. Nadie cuestiona hoy que Sócrates pereció envenenado tras ingerir una copa de cicuta. Su condena a muerte por un tribunal, acusado de corromper a la juventud pese a que su más grave delito fuese oponer resistencia a la tiranía de Critias sobre Atenas, la ejecutó el reo de su propia mano. Acompañado por sus amigos y discípulos predilectos, con las dos señaladas ausencias de Platón, enfermo, y de Jenofonte, que viajaba por Asia Menor, su vida se apagó como una vela tras ingerir el mortal veneno con una pasmosa serenidad mientras disertaba sobre la inmortalidad del alma.

El fragmento final del diálogo platónico «Fedón» es ya de por sí elocuente: «Ya comprendo –dijo Sócrates–; pero, al menos, estará permitido, como es en realidad un deber, hacer oraciones a los dioses a fin de que bendigan nuestro viaje y lo hagan feliz. Esto es lo que les pido. ¡Así sea! Después de haber dicho esto, se llevó la copa a los labios y la bebió sin el menor gesto de dificultad ni repugnancia, apurándola. Hasta entonces, casi todos habíamos tenido fuerzas para retener las lágrimas, pero al verle beber y después de que hubo bebido, ni pudimos ya dominarnos». Es obvio que Platón compuso este diálogo respaldado por los testimonios de testigos presenciales, razón por la cual ningún historiador posterior, desde Diógenes Laercio hasta Tertuliano o san Juan Crisóstomo, dudaron de que el veneno administrado fuese la cicuta.

Sócrates, según Platón, pereció tras percibir en un primer momento pesadez en las piernas, acostándose a continuación para que el veneno surtiese el efecto esperado mientras todos sus miembros se enfriaban y perdían sensibilidad en el umbral mismo de la muerte.

Épocas muy distintas

A diferencia de Viktor Frankl o de Maximiliano Kolbe en el campo de exterminio de Auswchitz siglos después, Sócrates sucumbió a la tentación del suicidio. Todo lo contrario también que María Antonieta Josefa Juana de Lorena, archiduquesa de Austria y reina consorte de Francia. Cierto que ella y Sócrates vivieron también en épocas muy distintas, pero la soberana optó en su caso por abrir bien los ojos en el preciso instante de su muerte aunque su verdugo intentase vendárselos al pie de la guillotina.

Colocada en el postigo de la escribanía donde debía esperar al verdugo, redactó su testamento de muerte dirigido a su cuñada Isabel de Francia, hija del delfín Luis y de María Josefina de Sajonia. He aquí el primer párrafo ya de por sí elocuente: «15 de octubre, a las cuatro y media de la mañana. Te escribo por última vez, hermana mía. Acabo de ser condenada, no a una muerte ignominiosa, porque ésta no lo es más que para los criminales, sino a ir a reunirme con tu hermano; inocente como él, espero mostrar la misma firmeza que él en estos últimos momentos…».

A las once de la mañana del 16 de octubre de 1793, se le ataron con fuerza las manos a la espalda. Ella misma quiso cortarse el cabello que acabó de encanecer la última noche, pero no se le permitió. Todo París se hallaba ya entonces en las calles, balcones y tejados aguardando a que la carreta fatal iniciase el recorrido hacia el patíbulo. A lo largo del camino, no se percibió en la condenada el mínimo atisbo de abatimiento o altivez, pareciendo insensible a los gritos de «¡Viva la República!» y «¡Abajo la tiranía!». Poco después, subió al cadalso con bastante valor y resignación. Al cabo de un cuarto de hora, rodó su cabeza. Su ejecutor, Sanson, la mostró al populacho como el más preciado trofeo en medio de los gritos ensordecedores, largo tiempo prolongados, de «¡Viva la República!».

María Antonieta prefirió morir así con dignidad, convencida de que en la vida lo realmente importante es el «aquí y ahora», el comportamiento correcto en una situación límite como la suya, esperanzada en un futuro prometedor. De modo similar al presidente estadounidense Abraham Lincoln, quien la víspera de su muerte ya había soñado su trágico final. Una de esas noches fue con su esposa al teatro Ford. Al salir de su residencia, le dijo a su ayudante Crook que no tenía ganas de asistir al espectáculo, lo cual extrañó mucho a éste pues conocía su gran afición por el teatro. Empezada la obra, un hombre de veintiséis años, John Wilkes Booth, abrió la puerta del palco y disparó al presidente en la cabeza.

[[H2:El «metasentido»]]

En Auschwitz asimiló Viktor Frankl el sufrimiento en todas sus modalidades e intensidades, y observó cómo a algunos reclusos les hacía madurar interiormente sin que por ello fuesen, ni mucho menos, masoquistas. En aquel laboratorio de seres humanos recibió él una gran lección existencial, hasta el punto de manifestar: «El sufrimiento, en cierto modo, deja de ser sufrimiento cuando encuentra un sentido». A ese sentido trascendente, Frankl lo denominó «metasentido» y, lejos de renegar del mismo, lo consideró primordial en la dimensión espiritual del ser humano. He aquí, pues, la piedra angular de toda su antropología: «El hombre que se dejaba vencer –escribe Frankl– por la ausencia de futuro ocupaba su mente con pensamientos retrospectivos… En lugar de aprovechar las dificultades del campo, juzgaba errónea su situación…».

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