Tambaleante Amy Winehouse

Tambaleante Amy Winehouse

Una joven habitada por la voz y la sombra de una mujer de 65 años. Una leona musical conscientemente vulnerable que desapareció como todo lo que brilla y destaca y reverbera, para engrosar la funesta lista del club de los 27, demasiado pronto. Una gata salvaje solo domesticada por la organicidad de su talento que no quería ser famosa pero cuyo brillo terminó empujándola a la obligación de serlo. Amy Winehouse devino en mito tras su muerte, pero se confirmó como estrella la primera vez que abrió la boca para cantar.

Siendo una adolescente desbordada por la inmensidad y la espesura de un mundo interior poético, la artista británica cantaba en un grupo de jazz, la National Jazz Youth Orchestra: “tenía 16 años y me encantaba el jazz. Dinah Washington, Sarah Vaughan, Tony Bennett. Aprendí a cantar escuchando música como la de Monk (por el compositor y pianista Thelonious) y muchos otros solistas, aprendía con todo. Para mí fue importante cantar pero nunca que pensé que terminaría dedicándome a ello. Simplemente sentía que tenía suerte porque se trataba de algo que podría hacer cada vez que quisiera, pero nunca pensé en ello como una carrera”, reconoce Winehouse en algunos de los extractos iniciales del sensible y destacable documental dirigido en 2015 por un cineasta virtuoso del género como Asif Kapadia –imposible no subrayar la fuerza de dimensiones similares que ofrecía también en el documental sobre Maradona sirviéndose de su llegada al Nápoles como detonador narrativo para coreografiar los claroscuros del futbolista–.

En “Amy. La chica detrás del nombre”, asistimos como espectadores a la cronología sentimental del temblor creativo de la cantante, a una composición muralística de sus pasiones y sus tormentos individuales y al desarrollo íntimo de su vinculación con la trascendencia de la música. Pinceladas todas ellas con las que se dibujan los trazos del grueso de una vida corta indudablemente aprovechada, cuyas partes más sórdidas estuvieron siempre fiscalizadas por la explotación mediática de lo morboso. Un terreno, este último, colonizado por los episodios de adicciones, tendencias autodestructivas y enganches amorosos en el que a modo de contraste se enfoca con mayor empeño desde el punto de vista de la romantización el último trabajo de Sam Taylor-Johnson –conocida artista visual autora, entre otras obras, del famoso retrato de Beckham durmiendo expuesto en la National Portrait Gallery de Londres y proyectada en la industria cinematográfica por adaptar la primera parte de la saga “Cincuenta sombras de Grey”–, “Back to Black”, que aterriza hoy en las salas.

Vínculo tormentoso

“He querido hacer una película desde la perspectiva de Amy, desde su mirada. El único sitio donde podía encontrar su verdad era en la música que componía, por eso decidí contar su historia con sus palabras, a partir de las canciones que escribía, a las que entregaba su alma. Cantaba su amor, su dolor, sus decepciones, y lo hacía con una emoción profunda salpicada de un humor cortante”, comentaba la directora en entrevista, definiendo de forma paralela la cinta como “una historia de amor de alguien que solo ve el bien porque el amor es ciego”.

[[QUOTE:PULL|||”Para mí fue importante cantar pero nunca que pensé que terminaría dedicándome a ello”|||Amy Winehouse]]

En este sentido, la frecuencia de la película, protagonizada por la actriz Marisa Abela –cuya mínima muestra de parecido físico con la cantante adquiere categoría de improbable– vibra alrededor del tormentoso vínculo afectivo que la cantante mantuvo con Blake Fielder-Civil (no confundir de manera probable con Pete Doherty) y de cómo, según la mirada de la directora, la toxicidad del amor surgido y desarrollado años después –obviando de manera consciente la intervención devastadora del padre, influencia nociva que sí figura en el documental de Kapadia, el aprovechamiento de las discográficas y la propia perversión fagocitante del mercado– propició de manera exclusiva el deterioro y trágico final de la chica que escribía canciones para plasmar en el papel que era capaz de “sacar algo bueno de algo malo”. La misma que estaba habitada por la voz de una mujer de 65 años y quién sabe si también por sus demonios. La misma que cuando cantaba conseguía que hasta el mismísimo Tony Bennett se quedaran en silencio.