«Tan español como tú y como yo»

«Tan español como tú y como yo»

No sé si recordarán aquella comedia del gran Arturo Fernández, que en paz descanse, en la que figuraba como propietario de una agencia de «boys» para señoras. Su lema era «sólo material nacional» y la competencia, que ofertaba unos tipos del este esculturales y unos africanos de quitar el hipo, le estaba barriendo del mercado. Un día, en el catálogo, incluyó a un mocetón negro y un amigo, sorprendido, le pregunta si ha cambiado la política de contratación. «Pero qué dices», responde Fernández. «Si es guineano. Tan español como tú y como yo». En esta frase se resume, a mi pobre entender, la línea de acción que debe presidir cualquier política migratoria española. Lo expresó el domingo en nuestro periódico la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, al señalar que los hispanos no eran inmigrantes, que están en su casa como nosotros lo estamos en América.

Y así es. Pongan todas las excepciones que quieran poner –suele ser un recurso dialéctico el auge de las pandillas latinas–, pero sean sinceros y hagan un ejercicio simple de aproximación a la realidad. Cuenten con cuántos hispanoamericanos se tropiezan o se relacionan en el día a día. A mi, entre el trabajo, el ocio y el vecindario, me salen casi medio centenar, aunque, tal vez, porque frecuento un par de bares, «El Ratito» y la «Cocinita de Zoe», cerca de LA RAZON, en que el personal, incluso uno de los dueños, ha llegado de la otra orilla del Atlántico y nos hace la vida fácil y amable. El truco consiste en no dejar que nuestro idioma común nos separe. Que un «tinto» en Colombia es un café, y aquí es un vino.

Por lo general, cuando los hispanos aceptan que, en España, beber es obligatorio, pero emborracharse está muy mal visto y que una mesa llena de mujeres solas, que departen entre ellas, cerveza en mano, no es una zona libre de caza, se puede dar por conseguida la integración. La cuestión es que a los romanos les llevó siglos civilizarnos, pero hicieron un buen trabajo, como demuestra que ocho siglos de dominio musulmán no han dejado huella entre nosotros. También habíamos integrado en la romanidad a los visigodos, e hicimos lo mismo en América, con las leyes de Indias, sí; la religión, también, pero con el mestizaje como mejor herramienta, hasta que llegaron los aires «europeos» con los borbones, y los criollos, luego independientes, comenzaron a medirse la gradación de color de la piel y el tamaño de la nariz. Tropiezos en una historia de éxito que, a la postre, nos da grandes beneficios.

Están en su casa, como dice Ayuso, y ellos mismo deben convencerse de que es así. Nos aportan no sólo mano de obra barata y nos cubren servicios que los locales ya no quieren hacer. También conservan valores familiares que el occidente anglosajonizado está perdiendo, que es la semilla de su autodestrucción. Por eso, en materia migratoria, que cada palo aguante su vela. Ahora bien, hay que estudiar qué han hecho mal nuestros vecinos, esos que, ahora, sólo hablan en términos de «deportación» y «cierres de frontera», qué graciosos, para no repetir sus mismos errores. Lo primero, tal vez, lo único que funciona, es que todos los ciudadanos, extranjeros o no, cumplan las leyes. Todas las leyes. Desde las ordenanzas municipales hasta las normas que conforman nuestro ordenamiento jurídico general. Lo demás vendrá por añadidura.

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