Todos somos clase media

Todos somos clase media

Tengo una amiga, jubilosa jubilada con dos pensiones máximas en casa, que, siempre que habla de los hijos de sus amistades, se refiere a ellos como “los niños” o “las niñas”, incluidas las mías, cosa que me pone mala. Ya pueden ser bebés de teta o cuarentones con canas en el pubis y sus propias camadas a cuestas. Da igual. Los vástagos de sus pares son y serán niños desde la cuna hasta que la palmen. A ver: mi colega, pija de izquierdas como tantos en mi gremio, no es ciega y sabe contar los años ajenos y los propios, aunque ella se quite unos cuantos. Podría pensarse que lo de “niños” es solo un modo cariñoso de nombrar a los descendientes de sus íntimos. Y lo es, claro. Pero además ahí hay, o mi paranoia me hace verla, la perpetuación de un sentimiento de clase que hace saltar mi complejo de pobre. De clase media, por supuesto. Porque mi amiga, más rica que pobre según las estadísticas, se considera pura clase media, aunque no lo sea. Como el 58% de los españoles.

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