Turismo… ¿qué?

Turismo… ¿qué?

Cuando nos da por algo, nos da por algo. En 2023, la polarización se convirtió en el término del año según la Real Academia de la Lengua Española, RAE, esa institución que, tal y como nos enseñaban en el colegio, «limpia, fija y da esplendor» a la lengua. En el caso de la polarización se podían haber ahorrado lo de fijarla; con lo bien que se está en el gris, no entiendo por qué hay que debatirse entre el blanco y el negro. Ahora nos estampamos de bruces contra la turismofobia. Espero, por favor, que no sea elegida la palabra del año 2024. Que Alicante es una ciudad turística es un axioma irrefutable, y vuelvo al colegio en el que aprendí esa expresión. Vaya por delante que me considero alicantina de raza -hoy el artículo va de expresiones- y a mucha honra; nacida en el Hospital Perpetuo Socorro y criada en la Casa Carbonell. Mi infancia la conforman la playa del Postiguet, el kiosko Peret y la misa en la concatedral de San Nicolás. Y las Hogueras de San Juan.

Llevo a Alicante en las venas, sin ningún género de dudas, por eso, cuando paseo hoy por mi ciudad me pregunto ¿dónde está Alicante?. No es por ponerme pesimista, que también, pero el turismo entendido como el que tenemos ahora no me gusta, léase turismo de masas, que se aloja en apartamentos turísticos y que forman personas que desfilan por la ciudad casi en paños menores y chanclas.

Nadie habla de matar la gallina de los huevos de oro, pero apelar a la turismofobia como razón para no poner puertas al campo de los apartamentos turísticos es un argumento que se cae por su propio peso. Y, mientras, el centro histórico se despuebla y la masa, no de turistas, sino de residentes huye hacia la playa de San Juan o el Cabo de las Huertas, emigrando de su propia ciudad hacia un paraíso que no es existe. Me niego a emigrar; a mí que me busquen en la playa del Postiguet esa que, en forma de foto, envío cada mañana a mi gente que no tiene la fortuna de respirar el mar al despertar.