Un silencio de plomo

Un silencio de plomo

Entre el puñado de lecturas que escogí para este verano estaba Danza de las sombras, de Alice Munro. Son los primeros cuentos que la hicieron famosa en 1968. He devorado casi toda la obra de Munro, que es una de las grandes, una de mis grandes, pero no conozco esos textos. Ni creo que los llegue a conocer. No he leído el libro. Lo he dejado arrumbado en un estante. Aún no he conseguido recuperarme de la pena, el desasosiego y, finalmente, la indignación que me han producido las horrorosas revelaciones sobre Munro. Que además es un caso ejemplar del que se pueden extraer varias enseñanzas. Ya sabéis que todo empezó cuando, a mediados de julio, Andrea Skinner, la hija de la Nobel, publicó un artículo contando que su padrastro había abusado sexualmente de ella durante años, y que su madre lo sabía y no hizo nada. Skinner vivía con su padre, Jim Munro, y pasaba los veranos con Alice y su segundo marido. El verano de 1976 el padrastro, Gerald Fremlin, se metió en la cama de Andrea. “Yo tenía nueve años. Era una niña feliz y curiosa”, dice escueta y sobrecogedoramente, dejando intuir el alud de desdicha y de confusa y equivocada culpabilidad que la sepultó. Al volver a casa se lo contó a su madrastra y ésta se lo dijo a su padre, que no solo no hizo nada, sino que siguió enviándola al matadero todos los veranos. Dos años después, unos amigos de Fremlin avisaron a Alice Munro de que su marido le había estado enseñando los genitales a la pequeña. Fremlin lo negó diciendo que la niña (de 11 años a la sazón) no era su tipo (una excusa espeluznante) y la escritora hizo caso omiso de las alertas. Algo muy común en casos semejantes. Y así continuó ese infierno callado, un silencio de plomo ocultando el tormento. Qué trío de repugnantes tarados, Gerald, Jim y Alice. No he podido seguir tecleando este artículo sin expresar mi asco.

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