Una España amenazada

Una España amenazada

Nos adentramos en la aldea, Sesga, a la caída de la tarde. Son los últimos días de este verano ardiente en el que en mitad del bosque puede disfrutarse del frescor nocturno. Regresamos después de dos años para comprobar si las huellas de la literatura siguen ahí, si nadie ha incorporado algún mostrenco a este armonioso conjunto de casas. Por sorpresa, como surgen los personajes de los cuentos, aquí está Margarita, alegre por vernos: llegó a sus oídos que la niña a la que cuidó cuando ella era chavala había escrito una novela situada en la misma calle donde está su casa. Casi sin darnos cuenta, nos seduce para entrar en el refugio que dejó atrás a los 17 años para irse a Tarragona con mis padres. Qué difícil es contar la España vacía o vaciada: el término, popularizado, convierte lugares tan dispares en una masa homogénea, sin los nombres propios y las historias extraordinarias de emigración y regreso que los distinguen. Aquí, en este peculiarísimo Rincón de Ademuz, hay una mezcla sutil entre lo festero valenciano y la cordialidad aragonesa. Nos adentramos en la casa de piedra y enseguida nos atrapa un interior que nuestra anfitriona ha mejorado preservando la esencia: suelos combados, dinteles bajos ante los que hay que agacharse (bueno, yo no), ventanucos por donde entra un haz de luz amarilla que ilumina los cuartos interiores, dormitorios como cuevas para protegerse de la intemperie, del frío, el calor o el desconsuelo; toda la memoria materna en una alacena incrustada en la pared, en la colección de pucheros que adornan la cocina. Valiéndose del albañil del pueblo y de una notable sensibilidad, esta mujer ha acondicionado la casa dejando que respiren en ella las voces de quienes vivieron antes.

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