Wolframio, el otro oro negro español que anhelaban los nazis

Wolframio, el otro oro negro español que anhelaban los nazis

Es un recuerdo borroso. Una omisión inexplicable e inexcusable en las narraciones de tiempos pasados. “Lo que ocurrió con el wolframio en Galicia no se conoce en España”, señalaba la actriz Marian Álvarez durante una entrevista hace años. La intérprete, muy implicada en recordar a los que sufrieron aquello, protagonizó “Lobos sucios”, largometraje de 2015 con el que el cineasta Simón Casal levantaba la alfombra bajo la que se mantenía oculto uno de los episodios más apasionantes y trascendentales de la historia de España.

Fue un tiempo en el que nuestro país se convirtió en la isla del tesoro para los planes de guerra de Adolf Hitler: un tesoro llamado wolframio. También llamado tungsteno –o wólfram, en su voz germana– es un metal cuya aportación a la sociedad industrial moderna es tan vital como poco reconocida. Se encuentra en forma de óxido y de sales en ciertos minerales y su principal uso está en los filamentos de lámparas incandescentes, lámparas halógenas, estructuras eléctricas de los automóviles y un largo etcétera de aplicaciones.

No obstante, y he aquí la parte que nos ocupa, adquiere especial importancia en contextos bélicos. Gracias a su dureza y densidad, el wolframio se utiliza para aleaciones de acero empleadas en blindajes o proyectiles anti-tanque. Esto, sumado al hecho de que no abunda en el planeta, nos permite hacernos una idea de su importancia estratégica en tiempos de guerra… Y a los nazis en la Segunda Guerra Mundial no les pasó desapercibido.

La deuda con los alemanes

Situémonos en el período comprendido entre 1936 y 1939, cuando tuvo lugar la Guerra Civil. La victoria de Franco sobre los republicanos no hubiera sido posible sin la inestimable ayuda de la Alemania de Hitler y de la Italia fascista, por lo cual el gobierno del dictador español quedó en deuda con ambos países. Y a los nazis, como a la Mafia, los favores se le devuelven.

El favor hecho por los germanos no era asunto baladí, ya que España les adeudaba 212 millones de dólares. La situación distaba mucho de permitir un pago en efectivo de tan astronómica cantidad, pero, por suerte para el entonces Generalísimo, en nuestro país sobraba algo que escaseaba en el resto del mundo y que los alemanes anhelaban con fervor: el wolframio, que se perfilaba como un elemento decisivo en el campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial. Para que nos hagamos una idea del amor de los nazis por este metal nos podemos remitir al libro La batalla del wolframio, del historiador Joan Maria Thomàs. El autor recoge las palabras que, en 1943, el embajador alemán en España, Hans Heinrich Dieckhoft, pronunció a Demetrio Carceller, ministro de Industria y Comercio español: “Para nosotros, el wolframio es prácticamente lo que la sangre para el hombre”.

Las minas en España

El mayor productor del codiciado metal en la época era China, pero cuando los alemanes atacaron a la URSS en 1941 se echó el cerrojo a la principal ruta de comercio entre Asia y Europa y quedó como alternativa el territorio español, amén de algunas zonas de Portugal. Los nazis pudieron servirse ad libitum aprovechando los ricos yacimientos de Galicia, Cáceres o Castilla y León. Alrededor de 20.000 personas trabajaron oficialmente en las minas y con toda seguridad muchas más lo hicieron de forma clandestina.

No eran pocos los que acechaban las excavaciones custodiadas por la Guardia Civil y el Ejército español con la complicidad de la madrugada, y es que en aquellos tiempos de pobreza el estraperlo formaba parte de la cotidianidad de pueblos como el gallego. Es importante destacar el contexto de miseria de la posguerra en el país y señalar que mientras el salario de un operario de la época rondaba las 16 pesetas, por la venta del codiciado metal se obtenían 200. Por ello tampoco sorprende lo relatado por el historiador Diego Castro en su trabajo Las rutas del wolframio en Castilla y León. Según Castro, se pagaba tan bien el metal que había una famosa partida –la “cuadrilla del gas”– para gente armada convertida en salteadores de caminos que robaban a quienes lo tenían. Pero es que, tal y como señala el escritor Avilés Taramancos, ”el wolframio fue un bálsamo para la miseria de aquellos dispuestos a arriesgarse, una palanca en manos de los poderosos y una desgracia para los trabajadores que no participaban de esa riqueza y que veían como todo se encarecía por la abundancia de algo que ellos no poseían”.

Le faltaba por añadir al literato que también fue un castigo para muchos. Las minas de wolframio se convirtieron en una suerte de campos de concentración, en donde miles de prisioneros del bando republicano eran hacinados en barracones adyacentes a las excavaciones y obligados a dejarse la piel, literalmente, sin descanso y en condiciones infrahumanas. A algunos de aquellos presos se les había conmutado la pena de muerte a cambio de convertirse en mano de obra para los nazis.

El fin de la fiebre del Wolframio

Aquellas enigmáticas excavaciones comenzaron a recibir la visita de espías que no hablaban alemán. La ventaja militar que proporcionaban las bondades del wolframio fue descubierta por el bando de los aliados e ingleses y americanos empezaron a comprar de forma masiva el metal para evitar que fuese a parar a manos germanas, ya que ellos desconocían el proceso que posibilitaba su aprovechamiento militar en la época.

Por ello, mucho de lo comprado por los aliados, si no todo, iba a parar a la ría de Vigo. Cuenta la leyenda que uno de los mayores yacimientos de wolframio de la actualidad se encuentra, precisamente, en las aguas de la ciudad olívica. Así las cosas, entre 1942 y 1944, el precio del metal se multiplicó por cuatro cada año, intensificándose con ello los trabajos de extracción e incrementando su valor de venta por las tasas que el régimen aprovechó para imponer sobre su exportación.

Al final de la guerra y con las fuerzas aliadas ganando terreno, ingleses y americanos aumentaron la presión sobre el régimen español para que dejase de surtir de wolframio a los nazis. Roosevelt empezó a presionar al gobierno franquista, lo que alcanzó su punto álgido con el embargo de productos petrolíferos estadounidenses a España. El dictador, consciente de la gravedad de la situación, terminó por bloquear la salida del metal hacia tierras germanas. Tras la guerra, la fiebre del wolframio se diluyó, aunque hechos como la Guerra de Corea en 1948 y 1952 provocaron su resurrección.

Se cerraba así una de las etapas más fascinantes de la historia de España, en la que nuestra tierra reunió ingredientes propios de las mejores novelas o el mejor cine. Una etapa que, a pesar de ser reciente, parecía haber sido enterrada por el tiempo. Como si de un mineral se tratase.