Otra de las cosas que se me han quedado grabadas del tiempo adolescente en el que trabajé en la vieja Maternidad es aquel primer día que me mandaron a planta. Mi labor habitual era ayudar a pasar consulta, pero una mañana la enfermera jefa me manifestó que había problemas de personal en planta y que debía ir a echar una mano. Con la mejor intención subí hasta allí, me presenté con cara de susto y me puse a las órdenes de la enfermera. «Vale, Paloma, empieza a hacer las camas por la primera habitación». «Voy», respondí, y me fui para allá. Solo había una paciente mayor y con bastantes tubos por su cuerpo operado. «Buenos días», saludé contenta, «vengo a hacerte la camita, así que levántese». La mujer me miró aterrorizada y con un hilo de voz contestó: «Yo no puedo levantarme». «No se preocupe, le ayudo», repliqué. La señora gimoteó. «No, no me toques, yo no puedo levantarme». «¿Y cómo voy a hacerle la cama, entonces? Repuse. La mujer guardó silencio. Entonces yo, desde mi inopia, me senté en la orilla de su lecho y con toda la dulzura intenté convencerla: «Mira, preciosa, será solo un minuto. Te sientas en el sillón y yo rapidito estiro las sábanas. Luego te vuelves a tumbar tan a gusto ¿vale?». «Yo no me puedo levantar», clamó, zanjando el asunto. Decidí ir al control de enfermeras a contar lo que me estaba sucediendo. Se pusieron las manos en la cabeza. ¡Pero si esa mujer no puede levantarse! Vamos, me señaló la jefa, ya verás. Entonces, me enseñó a hacer una cama con la enferma dentro.
Avergonzada, pedí mil perdones a la pobre señora por mi metida de pata. Ella solo contestó: «¡Ves como no podía levantarme!».