Hasta que la bola caiga

Hasta que la bola caiga

Al caer la tarde de un domingo de agosto en Río de Janeiro, durante el templado invierno del trópico, una mancha multicolor de sombrillas se extiende sobre la playa de Ipanema hasta el mar. El sol se va acostando como un gran plafón naranja tras las montañas que recortan la silueta de la ciudad brasileña. Suenan los clics de los móviles de los turistas tirando fotos al cielo incandescente, pero casi nadie repara en la orilla. Allí se adivinan unos puntitos redondos elevándose acompasadamente en el aire, igual que palomitas de maíz, rebotando una y otra vez sobre las sombras que forman decenas de chicos dispuestos en círculos, como una coreografía preparada. Están haciendo una altinha, un juego —o un deporte si se quiere— nacido en estos mismos arenales el siglo pasado y hoy imprescindible en la postal.

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