Carta de amor a los aeropuertos

Carta de amor a los aeropuertos

Hoy sabemos que los controladores ganan más, pero ningún niño quiso nunca ser controlador y casi todos alguna vez soñamos con ser pilotos. Era un oficio espléndido. Llevaban un uniforme muy pintón. Se podían saltar todas las colas. Hablaban un lenguaje arcano: decían bravo charlie como quien dice qué tal vas. Tenían toda la legitimidad para tontear con las azafatas y hacer incursiones por las latitas de frutos secos del avión. Sobrevolaban Halifax a la misma hora en que otros nos bajábamos en Antón Martín y, en definitiva, pasaban la vida en el mejor lugar posible: a miles de kilómetros de la gotera del baño. Aterrizar en casa aún debía de ser mejor: todo el mundo te festejaba porque traías chocolates de fuera —que siempre están más ricos—, y no se habían acostumbrado a tu presencia cuando ya estabas despegando rumbo a La Coruña o Estambul. El de piloto era —es— además un trabajo con su componente filosófico: dedicar tu tiempo a esquivar tormentas. Y grato: al terminar, te aplauden los niños. Eso no les pasa a los contables.

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