Cómo ser feliz rodeada de necropolítica

Cómo ser feliz rodeada de necropolítica

A veces, siento una alegría inmensa por el hecho de estar viva que se deposita en mirar la corriente de un río, saludar a un vecino, o comprobar que —a fuerza de riego constante— ha crecido la hiedra y ya es más alta que yo. A veces, si enfermo o noto un dolor fortuito, como buena hipocondríaca, pienso que me voy a morir de inmediato, pero se me pasa cuando imagino las amistades que me recordarían, quizá no tantas, pero suficientes para acompañarme, junto a los difuntos que ya me esperan del otro lado. A veces, me desgarra una rabia furibunda al comprobar cuántos matan impunemente, privando a alguien de la posibilidad de un río, una hiedra, y quebrando la red tupida de afectos que esa persona ha construido en comunidad, es decir, extendiendo la destrucción hacia otros teóricamente aún aquí. Me he detenido en esta reflexión tras leer a la filósofa Ana Carrasco-Conde (La muerte en común, 2024), que reivindica un deceso cargado de amor —por quien se ha marchado, pero también por aquello hilvanado conjuntamente—, cantos y rituales constitutivos de una subjetividad enlentecida y gregaria, y en un momento en que mis constantes vitales, mis pulsaciones y anhelos, se encuentran en las antípodas de la necropolítica actual.

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