De cría odiaba las fiestas populares como solo odian los críos aquello que aman sus padres. Hablo de esa etapa de la vida en la que empiezas a echar de más a tus viejos por estar vivos, a la vez que a echarlos de menos porque sabes que van a morirse. Sí, lo confieso. A la niñata redicha y repipi que no he dejado de ser nunca le salían ronchas purulentas con los desfiles de moros y cristianos, las verbenas de chundachunda y pasodobles, las procesiones de santos patronos, las romerías de bebercio y comilona, y las subidas y bajadas de vírgenes a sus respectivas ermitas a las que me llevaban a la fuerza. Qué mala es la soberbia. No sé explicarlo de otra forma. Una se sentía única, especial, distinta, y se moría de la vergüenza ajena ante tan vulgar exhibición de las pasiones del populacho. Quién iba a decirme entonces que, tantos años y tantas pérdidas más tarde, se me iban a caer las lágrimas de nostalgia de aquellos días felices viendo fotos ajenas. Fue en casa de Cristina García Rodero, mirando las imágenes de fiestas y ritos ancestrales de su libro La España oculta, una obra de arte publicada hace 35 años, que van a volver a exponerse por todo el país tras su presentación en el madrileño Círculo de Bellas Artes. Con todo, su gran obra de arte es ella misma.