El poderoso hechizo del Cristo de Dalí

El poderoso hechizo del Cristo de Dalí

Hace solo una semana que se rompió el hechizo y aún sufro alucinaciones. Debe ser cosa del surrealismo. Durante los últimos seis meses ha estado expuesta en Figueres una de las obras cumbre de Salvador Dalí. La pintó en 1951 pero, al venderla aún fresca a Escocia por la entonces astronómica cifra de 8.200 libras esterlinas, nadie pudo admirarla en España en 73 años. Acaba de estar entre nosotros, sí, pero su visita ha sido como un sueño.

El Cristo de san Juan de la Cruz (o «Cristo de Port Lligat» como ahora lo llaman) no es un cuadro más de Dalí. En su día marcó su alejamiento de los postulados nihilistas de André Breton, abocándolo a una interpretación del arte en la que lo onírico y lo psíquico podían convivir en paz con lo realista. Ese lienzo lo confirmó, además, como una suerte de nuevo Leonardo, dejándonos claro que el gran tema que subyacía en toda su obra –fuera la más naturalista o la surrealista– no era otro que la variedad de formas de la muerte y su obsesión por vencerlas.

He acudido a despedirme del Cristo en la víspera de su partida. Lo vi en octubre cuando llegó, pero ese día, rodeado de cámaras y periodistas, cuadro y yo no tuvimos ocasión de conversar. Lo habían colgado en una sala vestida de terciopelo del Teatro-Museo figuerense, sumiéndolo en una penumbra sagrada profanada por un carrusel incesante de admiradores. Por suerte, esta vez todo ha sido distinto. Nada he visto en él de Russ Saunders, el doble de cine de Oklahoma que posó como modelo para el crucificado, ni de la visita que Dalí hizo al convento de las carmelitas de Ávila en diciembre de 1948, cuando tropezó con el dibujo del «Cristo aéreo» hecho por san Juan de la Cruz que inspiró su proyecto.

En esta segunda visita el cuadro me ha parecido diferente. He tenido la fortuna de revisitarlo junto al obispo de Girona, Octavi Vilà, y al director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Lluís Homar. Al fondo, entre silencios rotos, los tres atendimos la voz de Montse Aguer, la directora del museo, explicándonos que el maestro había copiado las nubes que se aprecian en El Cristo de la primera fotografía de la Tierra vista desde el espacio. El detalle me impacta. Dalí siempre tuvo alma de ying-yang. Lo mismo bebía de fuentes clásicas del arte que de los esfuerzos estadounidenses por adaptar las V2 nazis para su carrera espacial. Y esas nubes horizontales, en efecto, parecen calcadas de aquella imagen del otoño de 1946 que nos deslumbró con la curvatura de la Tierra.

Con todo, se intuye que allí hay algo más. Ese crucificado sin heridas de la Pasión, sin sangre ni clavos, arquea sus brazos y sus pies como si realizara una pirueta de ballet. «Es un soubresaut», oigo susurrar a mi espalda. El cisterciense Vilà y el actor Homar no pestañean. Yo tampoco. Nos cruzamos con una familia de parisinos que se pregunta por qué no hay una corona de espinas en la escena, mientras comentamos que el rostro oculto del reo invita a imaginar cómo debe de ser el de Dios.

«Eres muy raro», le suelto al Cristo cuando nadie me ve.

Lluís Homar, por cierto, no está allí por casualidad. En un rato recitará una selección de poemas místicos –de Juan de la Cruz pero también de Raimundo Lulio, mosén Jacinto Verdaguer, el maestro Eckhart o Teresa de Ávila– con su voz grave y cadenciosa. Me impresiona su repertorio. Cada texto elegido guarda un vínculo invisible con la obsesión daliniana por matar a la muerte. «Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo», escribió san Juan en un éxtasis que hubiera podido firmar el propio pintor, asomado a los albores de la era nuclear pero intrigado también por la alquimia, a la que veía como un esfuerzo preatómico por descomponer la materia y recomponerla a voluntad.

«Yo no supe dónde entraba, / pero cuando allí me vi / sin saber dónde me estaba / grandes cosas entendí / no diré lo que sentí / que me quedé no sabiendo / toda ciencia trascendiendo».

Una hora nos tiene en vilo Homar declamando sobre la tumba del pintor en el antiguo escenario municipal del pueblo. Sentado entre el público tengo la impresión de que Dalí disfruta de la velada. Y vuelve la idea de que El Cristo no fue un cuadro más para él. Cuando le sobrevino el chispazo de su perspectiva cenital, intuyó que en otra vida fue el Juan de la Cruz del dibujo de Ávila. Así lo sostuvo en las entrevistas que concedió en esos años, pero no como una boutade de la suyas sino con ese convencimiento tan surrealista que lo poseía a menudo, sabiendo que con aquel cuadro había logrado conectarse a lo sublime. Y es justo esa «fuerza conectora», invisible y electrizante, la que aún hoy me galvaniza por dentro y se resiste a abandonarme. El hechizo es tal –lo juro– que ya considero la posibilidad de volar a Roma, donde ahora colgará unos meses para anunciar el Jubileo vaticano de 2025. Es extraño, lo sé, pero necesito continuar nuestra conversación. Quiero interrogar al cuadro. Acosarlo. Hacer que me desvele sus secretos.

¿Hay mayor surrealismo que ese? ¿Acaso mayor alucinación por el arte que querer hablar con un lienzo?

Javier Sierra acaba de publicar ¿Por qué, Dalí? (Planeta), junto a Antonio López y Montse Aguer.