Ética institucional

Ética institucional

Hace unos días un ministro del Gobierno de España ejercía su derecho a la crítica de actividad judicial cuestionándola seriamente en términos tales como «van en detrimento <…> de la propia consideración del poder judicial dentro del conjunto de la sociedad y va en detrimento de algo tan importante como la independencia judicial»; dentro de todo pronóstico han sido superadas por otro ministro en desprecio institucional. Sin entrar a valorar tales manifestaciones, me surge una gran preocupación con lo que está ocurriendo. En los albores del siglo XX, España enfrentaba una crisis profunda en sus instituciones. La pérdida de las últimas colonias en 1898 y el desencanto generalizado desencadenaron una reflexión nacional sobre la necesidad de regenerar y revitalizar el sistema político y administrativo. Intelectuales como Unamuno y Azorín clamaban por una renovación profunda que pudiera devolver la confianza y la esperanza al país. Las instituciones estaban desgastadas, y la solución pasaba por una reforma estructural y moral.

Hoy, un siglo después, la situación ha cambiado notablemente. Las instituciones españolas han alcanzado niveles de solidez y madurez que sus predecesoras solo podrían haber soñado. Sin embargo, el problema ya no radica en la estructura o la legitimidad de las instituciones, sino en el uso que algunos individuos y grupos hacen de ellas, así como en el cuestionamiento interesado de sus decisiones. En tiempos recientes, hemos visto cómo ciertos actores, al no ver satisfechos sus intereses particulares, no dudan en desacreditar la actividad jurisdiccional. Esta tendencia socava la confianza pública y pervierte la función de las instituciones, que deberían estar al servicio del bien común y no de agendas personales.

Hoy observamos cómo decisiones judiciales que no favorecen a ciertos sectores son rápidamente tildadas de injustas o parciales, sin un análisis objetivo de los hechos y el derecho aplicable. El uso mediático de estos cuestionamientos tiene un impacto directo en la percepción pública. Algunos medios de comunicación, que deberían ser, como todos, garantes de la información veraz y el análisis riguroso, en ocasiones se convierten en plataformas para la difusión de narrativas sesgadas. Esta estrategia no solo erosiona la confianza en las decisiones judiciales, sino que también polariza a la sociedad, creando un clima de desconfianza y división. A diferencia de los tiempos de la Generación del 98, cuando la crítica constructiva buscaba una renovación auténtica, hoy el problema no es de renovación o regeneración sino de responsable ejercicio. Para avanzar hacia una sociedad más cohesionada y confiada, es imperativo que los actores políticos y sociales adopten una ética institucional. Esta ética debe basarse en el respeto a las decisiones legítimas, en la crítica constructiva y en la defensa del bien común sobre los intereses particulares.

La regeneración del sistema, que en el pasado se buscaba mediante reformas estructurales y morales, hoy requiere una renovación del compromiso ético de todos los actores involucrados. Solo así se podrá garantizar que las instituciones sigan siendo un pilar de estabilidad y justicia, capaces de resistir las presiones y manipulaciones interesadas. La España de hoy ya no enfrenta el desprestigio estructural de sus instituciones como en el siglo XIX. Sin embargo, la manipulación y el cuestionamiento interesado de las decisiones judiciales representan un desafío significativo. La comparación con el pasado nos recuerda que la solución no radica únicamente en reformas superficiales, sino en un compromiso ético profundo y en el respeto a la función esencial de las instituciones: servir al bien común y mantener la cohesión social. Solo mediante este compromiso podremos asegurar una confianza duradera y una sociedad más justa y equitativa. Cuando el realismo te lleva al pesimismo, solo resta la esperanza en el cambio, las instituciones están por encima de su incorrecto uso.

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