Exámenes

Exámenes

Todos los profesores disponemos de nuestra particular colección de hallazgos en materia de definiciones sorprendentes o respuestas originales. La mayoría proceden, claro está, de los exámenes escritos, en los que los alumnos, urgidos por la prisa o acuciados por la necesidad de una buena nota, prefieren siempre escribir algo a dejar el papel en blanco: una pregunta sin responder es casi un estigma en los corrillos que se forman a la salida, y carga difícil de sobrellevar para el cálculo anticipado de la nota.

Quizá por ello todos los profesores hemos leído alguna vez respuestas que nos hemos apresurado a subrayar, pero no tanto por lo desatinadas, sino por lo ingenuas, ocurrentes y originales; respuestas equivocadas, sí, pero ingeniosas e imaginativas, y que, por lo mismo, no merecerían la reprobación académica sino el reconocimiento a la inventiva y la originalidad (y a veces pasaba eso, que pesaba tener que poner una mala nota, o rebajar la puntuación, por una contestación que, entre tanta repetición memorística, le arrancaba a uno una sonrisa y le despertaba el buen humor).

Ya conté aquí un par de ellas, memorables las dos por la gracia y chispa que encierran: la de que Cervantes inventó el vermut, y la de que San Gregorio es palabra derivada de sangre. Añado hoy otras cinco de mi cosecha, todas, pueden creerme, absolutamente verídicas: Monólogo es un mono que habla solo (les había explicado el significado del prefijo mono-, pero se conoce que no me entendió bien); «La Celestina» fue escrita por Fernando de Rojas, que era un judío convexo (quiso decir converso, pero se confundió de término); El Lazarillo de Tormes fue un niño muy pobre que nació en un río y no tenía padre (es verdad lo del río, pero no, naturalmente, lo del padre); «La Regenta» es una novela muy larga, de unas 800 000 páginas (la edición que yo les había llevado a clase tenía unas ochocientas, y, como eso, el número de páginas, era lo primero que solían preguntar cuando se veían en el trance de leer un libro, el alumno en cuestión debió de quedar impresionado); Garcilaso estaba enamorado de Isabel Preysler (el nombre del amor platónico del poeta era Isabel Freyre).

Y estas otras dos, propiedad del departamento de Historia, que circulaban por el instituto como una leyenda: Franco era un señor que quemaba herejes; Lutero fue un escritor del siglo XV que escribió un libro que se llamaba Lutero y yo, que es la historia de un hombre que tenía un burro y andaban por ahí los dos…

Nostalgias todas, al fin y al cabo, de la vida fresca en las aulas, ahora que es época de exámenes y se remueven allá en el poso del tiempo los viejos añorados quehaceres.