Gala Dalí, algo más que una musa a la que reivindicar

Gala Dalí, algo más que una  musa a la que reivindicar

El castillo de Púbol, en el ampurdanés pequeño pueblo de La Pera, fue ayer el escenario de una acto en el que la actriz Vicky Peña puso voz a las palabras de una mujer que sigue siendo un misterio: Gala Dalí, aunque su verdadero nombre era el de Elena Ivanovna Diakonova. No era la primera vez que Peña se ponía en la piel del personaje porque ya se había caracterizado como ella en un breve papel en la película «Esperando a Dalí», ópera prima de David Pujol.

No es casual que el escenario escogido sea el castillo en el que tantas temporadas pasó y donde yacen sus restos junto a una tumba simbólicamente vacía, la que previsiblemente estaba destinada a su esposo Salvador Dalí. Los dos lugares de enterramiento están conectados por una trampilla que habría servido para que las manos de la pareja se unieran. Pero no pudo ser porque el pintor prefirió pasarse la eternidad bajo la cúpula de su museo de Figueres, al fin y al cabo su principal obra, como Púbol lo es de Gala.

Ya hace tiempo que la Fundació Gala-Salvador Dalí dedica numerosos esfuerzos a reivindicar a una mujer que no dejó nada escrito, salvo unas notas privadas en unos cuadernos y que se publicaron con el no muy afortunado título de «Vida secreta», demasiado parecido al de la célebre autobiografía del pintor más surrealista del Empordà.

Pero el punto álgido de esta operación fue la exposición que entre julio y octubre de 2018 pudo verse en el Museu Nacional d’Art de Catalunya, con el comisariado de Estrella de Diego, se presentaba una imagen desmitificadora de Gala, como una artista que no dejó obra y comparándola, tal vez de manera exagerada con una Virginia Woolf. No en vano la exposición se titulaba «Gala Salvador Dalí. Una habitación propia en Púbol».

La vida de Gala cambió radicalmente cuando un joven Salvador Dalí que trataba de hacerse un hueco en el movimiento surrealista decidió invitar a Cadaqués a algunos de los integrantes del grupo. Era el verano de 1929 y Dalí logró que hasta aquel alejado rincón del mundo, su particular mundo, viajaran, entre otros. el poeta Paul Éluard, acompañado de su esposa Gala y la hija de ambos Cécile, además del cineasta Luis Buñuel. Dalí, como es sabido, se enamoró perdidamente de Gala y logró acabar fascinando a aquella mujer que dejó a su marido y a su hija para siempre.

Desde ese momento, Gala se convirtió, sí, en la modelo de buena parte de las obras del pintor, pero también en algo así como una madre haciendo más fácil la vida para quien era un verdadero desastre en lo cotidiano, alguien que no sabía cómo abrir una botella de vino o comprar una entrada para el teatro. A ello se le suma el hecho de que ella fue la agente que necesitaba Dalí y por sus manos, durante décadas, pasaron los contratos referidos a la venta de dibujos, pinturas, esculturas o grabados con la marca daliniana.

Buñuel quiso matarla y Lorca apuntó en los márgenes de un libro que no le gustaba. Tampoco contaba con la simpatía del pope surrealista André Breton, pero eso a ella le daba igual. Lo único que le fascinaba era conservar el mundo que se estaba construyendo con Dalí, ya fuera en la casa-taller de Port Lligat o en los hoteles de París o Nueva York.

A partir de ese momento, Gala vivió por y para una industria que ella misma fomentó y que tuvo como recompensa vivir a pleno exceso, hasta el punto de regalar un apartamento junto a Central Park a uno de sus jóvenes amantes. El mundo avanzó y ella pensó que podía ser eternamente joven y derrochando en los casinos de Mónaco, aunque para ello pactara con el diablo. Cuando murió trasladaron ilegalmente su cuerpo hasta Púbol donde descansa,

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