Justiniano: por qué nos importa hoy el último emperador romano y primero bizantino

Justiniano: por qué nos importa hoy el último emperador romano y primero bizantino

En pleno siglo VI de nuestra era, el mundo experimentaba cambios a una velocidad vertiginosa. La primera gran pandemia de la historia, la peste de la época de Justiniano, asuela el Mediterráneo antiguo mientras el primer gran cambio climático que atestiguan las fuentes históricas hace que nieve en agosto en diversos lugares del globo. Con una hambruna provocada por las malas cosechas, por la cuenca del Mediterráneo se va extendiendo con fuerza el monoteísmo judeocristiano –que hará del mundo un lugar muy diferente al del milenio anterior– en tanto que en Oriente el budismo se expande hasta llegar a los límites del continente, metamorfoseando para siempre la historia de las mentalidades. Oriente y Occidente se conectan gracias a la ruta de la seda y a la ruptura de un monopolio que los bizantinos van a saber utilizar. En todo este panorama destaca la figura de Justiniano, un emperador de origen humilde, hecho a sí mismo, que supo estar en el momento y el lugar adecuado como hombre de confianza de su tío el emperador Justino, catalizar las tendencias ideológicas de la época y, sobre todo, rodearse de los mejores asistentes que hubo en su tiempo: además, por supuesto, de casarse con Teodora, su hermosa mujer, de reputación dudosa e intrigante pero, ante todo, la más brillante y sagaz que había visto la política hasta la fecha y que dirigió los hilos desde las bambalinas de la corte imperial. Justiniano, con estos mimbres, logró reconquistar la mitad occidental del Imperio y sembrar el futuro con revoluciones de muy diverso calado –arquitectónica, jurídica, científica o teológica– que abrirán la vía para el mundo medieval e, incluso, para el renacimiento. Su figura no tiene casi parangón…

Pero vayamos por partes: cuando, en 518, murió el gran emperador Anastasio subió al trono a una edad muy avanzada Justino, que delegó parte de su acción de gobierno en un valido de confianza, su sobrino Flavio Pedro Sabacio, más conocido por la posteridad por el nombre que adoptó como emperador, Justiniano, al que fue encumbrando paulatinamente y al que acabó legando el Imperio. Poco antes de su muerte, Justino derogó la ley que prohibía a los aristocráticos miembros de la clase senatorial casarse con mujeres de clase inferior, lo que facilitó posteriormente la boda de Justiniano con la mujer que eligió como esposa, de nombre Teodora, una antigua actriz de circo, en lo que constituyó uno de los escándalos más sonados de la época. Teodora es una de las personalidades femeninas más fascinantes de la historia, una mujer hecha a sí misma que había sabido medrar desde muy joven y pasar sorprendentemente del mundo del espectáculo a la corte imperial. Hasta su muerte prematura en 548 Teodora desempeñó un papel de enorme importancia a la sombra de Justiniano: su retrato en los mosaicos de la iglesia de San Vitale en Rávena deja entrever qué tipo de personalidad extraordinaria era.

Tras consigna de la “restauratio imperii”, la reconquista, o la reunificación, del Imperio, Justiniano se enfrentó con la dura realidad de un Imperio despedazado por los pueblos germánicos en Occidente y siempre amenazado en Oriente por los persas: la situación era complicada, entre las ambiciones de los nuevos reinos y las tensiones políticas y teológicas también en el corazón de la corte constantinopolitana. La única manera de protegerse efectivamente, como pensaban muchos romanos de Oriente, era precisamente pasar al ataque y reconquistar el terreno perdido. Hay que decir que la situación económica del Imperio que heredó Justiniano de Anastasio cuando llegó al poder era bastante saneada. Además del apoyo indispensable de esta circunstancia, hay que decir que Justiniano supo rodearse, además, de brillantes personajes como los incansables generales Belisario y Narsés, el astuto prefecto del pretorio Juan de Capadocia, el jurista Triboniano, el poeta Pablo Silenciario y los historiadores Procopio y Agatías para llevar a cabo sus planes de restauración imperial. Por tanto, a principios del siglo VI el capital simbólico del cetro imperial de la Nueva Roma proporcionaba las bases materiales e ideológicas al emperador de oriente para encabezar una reconquista en todos los ámbitos.

Como es sabido, Justiniano logró la reconquista del África vándala, la península itálica y el sur de la ibérica. Sus guerras para reconquistar Occidente culminan en 555 en Hispania, con una presencia bizantina que logró mantenerse durante casi un siglo unida a la administración imperial de África del Norte. De su esplendor dan fe algunas construcciones religiosas y civiles en Cartagena o Córdoba, que fueron fomentadas por los bizantinos. Estas campañas son bien conocidas gracias a que fueron consignadas, en términos propagandísticos, en una gran crónica por el historiador más importante de la época, Procopio de Cesarea. Conocemos también las críticas al poder imperial por parte de este, pues a Procopio se atribuye también una “Historia secreta” –o “inédita”, según su título griego “Anekdota”– en la que evidencia amargamente su resentimiento contra la corte y sus personajes (notablemente la pareja reinante). El reverso de estos fulgurantes éxitos en Occidente llegó de las fronteras orientales del Imperio, tanto en los límites con la Persia sasánida, que causó problemas a los ejércitos de Justiniano, hasta la firma de un tratado de paz, como en la zona de la frontera del Danubio. Otros aspectos que complicaron su reinado fueron la violenta revuelta popular de Nika en 532, que estalló en la capital contra el impopular prefecto Juan y que a punto estuvo de costarle la vida y el trono al emperador, y la terrible peste que se difundió en su época, venida de Oriente y pronto extendida hacia Occidente.

El reinado de Justiniano se caracteriza por un legado enorme y multiforme: brillantes éxitos en sus campañas militares, un programa propagandístico de restauración del Imperio, la compilación de un gran corpus de derecho o el embellecimiento arquitectónico de su gran capital, entre otros aspectos: y eso por no hablar de los avances en la ciencia, la geografía o en los contactos con los pueblos de Oriente y el Norte. Un ejemplo indiscutible es la gran codificación que promovió el emperador –el llamado “Codex Justinianus”– y que tendría una pervivencia duradera en la posteridad. En 529, y bajo la guía del jurista Triboniano, se publicó una primera versión de este código, mientras que 533 aparecían los “Digestos” (también llamados Pandectas), una colección de tratados de los juristas romanos que se situaban en segundo plano tras el código, y las “Institutiones”, una selección de ambos corpora legales que constituía una especie de manual jurídico. Toda esta gran obra legal fue redactada en latín, lengua oficial de la administración del Imperio (y lengua del propio Justiniano que, según el malévolo Procopio, no hablaba correctamente el griego). En lo arquitectónico, entre otras muchas construcciones, destaca el programa monumental que convirtió verdaderamente a Constantinopla en la Nueva Roma, con el ejemplo de Santa Sofía, buen símbolo de la perdurabilidad del modelo justinianeo para épocas posteriores.

En lo que a la política religiosa concierne, Justiniano, santo para la Iglesia ortodoxa, se erigió en guardián del cristianismo como creencia oficial del imperio. Una serie de medidas legislativas y decretos quiso simbolizar el cambio de una era a partir de la cual no se toleraría ninguna manifestación que recordara la religión tradicional del paganismo, ni siquiera con la excusa de la literatura, la ciencia o la filosofía. De esta manera, el emperador tomó decisiones muy duras que pusieron fin a ciertas tradiciones muy representativas del helenismo pagano, como su simbólica orden de clausurar la Academia platónica en Atenas en 529, enviando a los filósofos al exilio persa (aunque poco durarían allí, reintengrándose pronto a Bizancio). Esta fecha, casualmente, coincide con la construcción del monasterio de Benito de Nursia en Montecasino, tras la destrucción de un templo de Apolo preexistente. Realizó una serie de conversiones forzosas y anticipó la unión entre política y religión que, como parte de su programa de poder omnímodo, marcaría el posterior medievo. En cuanto a la cuestión de las discusiones teológicas, Justiniano, trató de superar las disensiones con los miafisitas con un Concilio Ecuménico y condenó ciertas tesis nestorianas. En suma, la consigna ideológica de su reinado se podría resumir en la aspiración de tener un solo Imperio romano, una sola Ley, y una sola Iglesia. Por todo esto, nos importa tanto este emperador romano de Oriente que, a la vez, es la última gran figura política del mundo antiguo y la primera del medieval.

[[QUOTE:BLOCK|||

ALGUNAS LECTURAS

Para saber más sobre este gobernante emblemático del mundo bizantino, acaba de publicarse en castellano “Justiniano. Emperador, soldado, santo” (Taurus) del historiador británico Peter Sarris, una excelente biografía, con la mejor prosa de divulgación científica que caracteriza a muchos académicos anglosajones. Como suele pasar, y aunque cite algunos autores franceses y alemanes, como Mischa Meier, se centra casi exclusivamente en investigación anglosajona: se echan de menos autores como Georges Tate, Giorgio Ravegnani o Margarita Vallejo Girvés (ineludible referencia de Bizancio en España), entre otros. Una segunda biografía, altamente recomendable, es la de Rafael González Fernández “Justiniano. Emperador de los romanos” (Síntesis), más breve pero igualmente espléndida. Y es que esta especialidad está en auge en nuestro país, como muestra la benemérita Sociedad Española de Bizantinística, con sus publicaciones y estudios. Hay otros libros generales sobre Bizancio, como el mío, que he parafraseado aquí, que ponen gran énfasis en Justiniano, una figura indispensable para entender el cambio histórico que va del mundo antiguo al medieval.

]]

Please follow and like us:
Pin Share