Europa pierde competitividad. Va muy por detrás de Estados Unidos y China en la revolución tecnológica. Nadie toma en serio a la UE como actor de política exterior porque los Veintisiete son incapaces de ponerse de acuerdo sobre Ucrania, sobre Gaza o sobre el papel que debe jugar Europa en la encarnizada lucha por la hegemonía global que protagonizan Washington y Pekín. Esos son los tres grandes desafíos a los que nos enfrentamos en los próximos tiempos, pero no forman parte de la conversación semanas antes de las elecciones europeas. Difícilmente va a hablarse de otra cosa en la campaña que de la altura de la ola ultraconservadora, de los populismos, de la polarización que azota a todas las opiniones públicas del continente, de si el Partido Popular Europeo va a pactar con los ultraderechistas más presentables. Al cabo, la sucesión de crisis de los últimos 15 años ha dejado un desorden político sin precedentes: todas las grandes crisis económicas devienen tarde o temprano en grandes crisis políticas. En el Este, además, llevamos años viendo un antiliberalismo de tintes autoritarios en muchas partes a la vez, discursos del odio incluidos: países dominados por regímenes conspiranoides en los que se demoniza a la oposición, se despoja de su capacidad de influencia a los medios de comunicación privados, a la sociedad civil y a los tribunales independientes, y se define la soberanía en virtud de la determinación de los dirigentes a resistir cualquier tipo de presión para amoldarse a los ideales occidentales de pluralismo político, de transparencia gubernamental y de tolerancia con los extraños, con los disidentes y con las minorías, según la definición del intelectual Ivan Krastev. La Eslovaquia del nacionalpopulista Robert Fico, cada vez más polarizada, es un claro ejemplo de esa dinámica.