M. Night Shyamalan: «Me gusta sentirme un forastero en Hollywood»

M. Night Shyamalan: «Me gusta sentirme un forastero en Hollywood»

Durante años, en esa nebulosa marquetiniana que va en lo cinematográfico desde “El incidente” (2008) hasta “After Earth” (2013), pero que también se puede leer como metafísica, con un creador encontrándose a sí mismo, el director M. Night Shyamalan parecía tener que demostrarse todo el tiempo que era más que el hombre de los giros de guion y las sorpresas ojipláticas. Tras traer a nuestras vidas el concepto “spoiler” gracias a “El sexto sentido” y “El bosque”, Shyamalan parecía moverse en círculos, intentando escapar de una sombra en la que nunca estuvo cómodo. Por eso, tras sumar dos fracasos comerciales seguidos hace ya una década, el realizador decidió convertirse en uno de esos radicales libres que parecen dar forma autoral al nuevo Hollywood y autofinanciarse, poniendo en riesgo solo su capital personal, para volver a creer en sí mismo. Así llegó la endiablada “La visita” (2015), un espectacular ejercicio de forma en el que conseguía asustarnos de nuevo y, sobre todo, “Múltiple” (2016) y “Glass” (2019), en las que cerraba la trilogía que comenzó con “El protegido” (2000) y que le desencadenaron como un director todavía en forma, un director capaz de sorprendernos, esta vez por las razones correctas.

Reencontrado el camino, ahora desde un cinismo bien entendido y pasional con el séptimo arte, Shyamalan estrena esta semana “La trampa”, un thriller y a la vez artefacto de entretenimiento cuya única pretensión es que el espectador se agarre al asiento durante todo el metraje. Protagonizada por Josh Hartnett (“Pearl Harbor”), en una especie de regreso triunfal al taquillazo veraniego, la película nos presenta a un asesino en serie atrapado por la policía durante un concierto de Lady Raven, una especie de mezcla entre Taylor Swift y Saleka Shyamalan, cantautora e hija del director que aquí hace su debut como actriz y, de paso, sirve de excusa a su padre para filmar un concierto al más puro estilo The Eras Tour: “La intención siempre fue hacer una película sobre la relación entre un padre y una hija, añadiendo elementos de thriller por el camino. La relación se va enturbiando, porque la niña no sabe qué está ocurriendo pero sabe que algo no va bien y el padre, agobiado por la policía, tiene que intentar huir sin que su hija se percate. Con esas reglas vamos desencriptando la película”, explica el director, que visitó España para presentar el filme y se presentó de punta en blanco, sonriente, con la misma naturalidad y desparpajo que derrochan las últimas películas de su filmografía.

Enharinado en las dinámicas familiares, ya presentes en “Tiempo” (2021) y sobre todo en la rabiosamente divertida “Llaman a la puerta” (2023), Shyamalan no solo ha devenido en padrazo en la vida real, sino que también se ha convertido en un lector muy hábil de nuestro tiempo, sabiendo abrazar eso que llamamos “zeitgeist” y que en realidad es pura adaptación al medio: “No quería que fuera tanto una película de un cincuentón sobre The Eras Tour como el trabajo artístico de un padre y una hija. Inherentemente, no puede haber cinismo, porque (Taylor Swift) es una genia y mi hija es una gran compositora, una gran cantautora. Al final, acabamos montando un concierto legítimo, real, para darle forma a la película. Todo tenía un sentido. Podría decirte por qué la ropa de los bailarines es de determinada forma, porque tenía que sentirse como un show real, porque la música tenía que ser lo importante”, explica Shyamalan, antes de abordar cómo cambia (o no) su proceso de rodaje teniendo a su propia hija presente: “No creo que cambie demasiado porque siempre intento acercarme al elenco y a los equipos desde una perspectiva amable. Les hablo con el mismo cariño a todos, y eso es algo que he trabajado con los años, incluso cuando tengo que decirles que ordenen su habitación (ríe). Desde que era una niña, Saleka ha sido la persona más lista de los sitios a los que ha ido, así que todos mis consejos han tenido que ver con que se suelte la melena, con que deje de ser tan asiática”, bromea el realizador.

Perfectamente consciente de la fama de narrador tramposo que durante años cargó como lastre, Shyamalan presenta en “La trampa” sus cartas desde el principio, agobiándonos con la misma mochila moral que soporta su personaje, asesino implacable, con el que hasta llegamos a empatizar en su huida: “Tú pintas cuadros, y la gente los ve y opina sobre ellos, les pone etiquetas y los clasifica. Yo no puedo ser parte de esa conversación, y tampoco quiero. Que el padre sea el asesino, aquí, es la premisa, lo más interesante. Por supuesto, irá descubriendo cosas, pero eso es solo el camino. Por naturaleza, soy un autor de misterio, de thriller, pero ya no pienso como antes. No habría manera de convencer a un estudio grande en Hollywood de que haga esta película. ¿Quién soy como director? Es una pregunta que me hago ahora cada dos años, embarcándome en nuevos proyectos. Ahora, soy un padre encantado de trabajar con su hija, y no he escrito para mí, sino para ella”, confiesa Shyamalan, justo antes de explicar que él solo ganará dinero cuando la película logre beneficios y antes de explorar su faceta de intruso, de forastero en la Meca del cine.

 

“El cine es inmortal, pero siguen intentando matarlo. Las plataformas, cuando empezaron, querían entrar en ese ecosistema y durante unos años funcionó de manera espectacular, pero luego cometieron el error de querer hacerlo suyo, de querer hacer una especie de circuito cerrado, querían controlarnos y por ahí no iba a pasar”, confiesa un director que ha llegado a afirmar que ni por todo el dinero del mundo haría películas para los gigantes del “streaming”. Pero, preguntado acerca de trabajar en Hollywood sin Hollywood, Shyamalan baja de nuevo la pelota al piso: “Sí, no trabajar con Hollywood me hace tener una perspectiva más fresca, distinta. Si ibas a un pueblito de Minnesota hace 25 años, todos hablarían y actuarían de una manera única… ese ya no es el caso, todo se ha globalizado. Pero mis grandes amigos no son de la industria, mis hijos no han ido con los grandes de Hollywood al colegio. Eso me ha obligado a ser más activo, pero creo que las audiencias son capaces de percibir esa diferencia, ese pensar distinto”, aclara el realizador, que para sus últimos filmes ha tirado de intérpretes, como él, un poco forasteros de la industria.

En “Tiempo”, la protagonista era Vicky Krieps, actriz en auge pero inherentemente europea; en “Llaman a la puerta”, el elenco lo formaban intérpretes como Dave Bautista, ex luchador profesional, o Jonathan Groff, joven leyenda de Broadway; y en “La trampa”, el que regresa de su ostracismo voluntario es Harnett, más desatado y poliédrico que nunca, quizá excesivo pero increíblemente divertido en la interpretación más atrevida de su carrera: “Es muy interesante, quizá tengo ojo para ello, o me siento más cómodo trabajando con talento que no está tan visto. Ni Dave (Bautista) ni yo pensábamos que él iba a clavar el papel, pero cuando la gente procede de los lugares adecuados, todo se da. Me encanta la frescura, la actitud del forastero y esa energía, que es ciertamente inspiradora. Me identifico totalmente con la etiqueta del forastero en Hollywood, me enorgullece no formar parte del club”, completa.

 

Y así, después de varios años empeñado en que tenía todavía algo que demostrar, M. Night Shyalaman firma en “La trampa” su película más disfrutona en años. Josh Hartnett se demuestra, también a sí mismo, que es capaz de volver a la primera plana en forma, construyendo un personaje tan complejo como difícil de contener en una película que mantiene en tensión al espectador desde el primer hasta el último minuto. Bomba de relojería y artefacto de entretenimiento puro, “La trampa” también nos habla de un director que se vuelve a sentir en forma, también como guionista, y que aquí desata todos sus manierismos sin perder el hilo de lo que está intentando contar, siempre con un pie a tierra y consciente de que ya no le debe nada a nadie.

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