Por qué el rocódromo ha ganado la partida: el viaje de la escalada desde lo salvaje hacia lo aséptico

Por qué el rocódromo ha ganado la partida: el viaje de la escalada desde lo salvaje hacia lo aséptico

La escalada vive momentos paradójicos: cuanto más crece su popularidad, más se aleja de su esencia. Nunca ha habido tantos escaladores, mujeres y hombres de todas las edades seducidos por los espacios interiores, las presas de resina y la comunión social que ofrecen espacios de interior como los rócodromos. Nunca han existido tantos rocódromos, que surgen como setas en todo el planeta. En paralelo, la escalada deportiva, el acto de escalar en la naturaleza, en roca, también conoce un auge enorme, incluso cierta saturación: muchos adoran estar al aire libre y moverse en vías equipadas, seguras, protegidas por anclajes fijos colocados con taladro. La escalada deportiva nació en los años 80 del pasado siglo y causó una fractura enorme con la tradición: lo físico se antepuso a lo salvaje. Hasta la explosión de la deportiva, los escaladores afrontaban las paredes asumiendo un compromiso importante: caerse podía derivar en un accidente fatal, sobre todo porque ellos mismos colocaban sobre la marcha los seguros (pitones, empotradores, cintas en bloques, etc) aprovechando las debilidades del terreno, las fisuras que ofrece la roca. Así se escaló durante un siglo. La deportiva no solo trajo consigo el beneficio de la seguridad, sino que elevó hasta dimensiones desconocidas la dificultad: ahora que caerse no tenía consecuencias, los escaladores podían probar movimientos cada vez más difíciles. La escalada pasó de ser una actividad de alto compromiso y experiencia a ser un deporte más. La escalada tradicional convive con la deportiva desde hace casi 40 años, pero el desequilibrio entre una y otra cada vez es más flagrante.

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