Francisco Javier sale de casa con su perro negro que ladra tímidamente a los desconocidos. Su casa en el pueblo extremeño de Monesterio (4.200 habitantes) está en medio de la de Eugenio Delgado y la de Manuela Chavero, asesino y víctima respectivamente. A la derecha, la de él, carcomida por las malas hierbas y con la pintura de la fachada descascarillada. A la izquierda, la de ella, todavía pulcra y con unos alegres tonos naranjas. Pareciera que las viviendas reflejan la personalidad de sus dueños. “Fíjate, con esto nos dimos cuenta de que no tiene que venir nadie de fuera a matar”, comenta el vecino mientras mira hacia la casa de Eugenio. Dos días después de esta reflexión, Eugenio será declarado culpable de violar, matar y ocultar el cuerpo de su vecina durante cuatro años en una de sus fincas a las afueras del municipio.