Cuando Vinicius terminó el miércoles de martirizar al Bayern, de celebrar con el micrófono en la grada, de atender a los medios, y de festejar en el vestuario, cogió el teléfono y llamó a un restaurante cercano y pidió una mesa para 30. Quería alargar la alegría con su gente: familiares, amigos y personas de su equipo. Era casi medianoche y estaba exultante después de la última remontada y el pase a la final de la Champions. Pero aún quedaba algo. Al llegar al reservado del local, en el que también cenaron en sendas mesas Nacho y Solari, se encontró con una de las últimas personas que esperaba: nadie le había avisado de que su abuela se había subido por primera vez a un avión y había salido por primera vez de Brasil para venir a verle en el Bernabéu.