No puede considerarse un cuadro abstracto, pero tampoco plenamente figurativo. El taller rojo, pintado en 1911 por Henri Matisse, representa el atelier del artista francés en Issy-les-Moulineaux, localidad campestre a las puertas de París. En su interior hay una docena de obras de arte y un puñado de objetos decorativos. Hasta aquí, todo en orden: podría ser una obra cualquiera centrada en el espacio de trabajo de un pintor de entresiglos. Solo que ese taller está sumido en un monocromo rojo avanzado a su tiempo, una antimateria casi sobrenatural que convierte lo que pudo ser un lienzo canónico en un experimento radical. “Me gusta, pero no lo acabo de entender. No sé por qué lo he pintado exactamente así”, confesó Matisse al terminarlo.