Sin ojos, sin manos

Sin ojos, sin manos

A estas alturas cuesta pensar que no hubiera tolerancia en la venida, espectáculo y vuelta a la fuga del expresidente de la Generalidad catalana. Hablo de tolerancia por emplear un término suave, aunque tenga aires afrentosos, porque es mucho peor pensar lo contrario y que se trate de un caso de bochornosa inutilidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado o autonómicas, sin excluir a los misteriosos servicios de inteligencia. Puestos a elegir, es preferible pasar por malo que por inútil.

Dejo para los analistas políticos las conjeturas sobre a quién interesó que las cosas ocurriesen como ocurrieron, aunque malicio que el beneficiario de esa astracanada fue no sólo su protagonista y que, pasado el aquelarre, bastantes respiraron y a otra cosa, todo favorecido por la certeza de los efectos del verano sobre la memoria ciudadana.

Pero lo relevante –al menos para mí– es que había una orden judicial de detención. El juez encomienda su ejecución a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que ejercen funciones de policía judicial, son el instrumento del que se sirve para esa ejecución: son sus ojos y sus manos y por eso lo sucedido es muy grave. Un juez da una orden que enciende las iras de la clase política, gobernante en Madrid o Cataluña, insultan al juez, el fugado se planta en España y resulta que esas policías, que deberían detenerle, dependen orgánicamente de tales gobernantes.

Nuestra Constitución nos dice (artículo 126) que: «La policía judicial depende de los Jueces, de los Tribunales y del Ministerio Fiscal en sus funciones de averiguación del delito y descubrimiento y aseguramiento del delincuente, en los términos que la ley establezca». Esa ley –que es de 1986– prevé que los agentes que ejercen cometidos de policía judicial dependerán orgánicamente de los gobiernos central o, en su caso, autonómicos, pero funcionalmente, de jueces y tribunales. Es decir, que harán lo que un juez les ordene.

Volviendo al caso, no es que hubiese meras conjeturas sobre una eventual venida a España del expresidente de la Generalidad: es que estaba anunciada, preparada. La esperaban centenares de personas, se había montado un escenario y la jaleaban políticos autonómicos que, como el Gobierno, se oponían a que se le detuviese y, antes, a cómo el juez –por cierto, el Tribunal Supremo– interpretaba la ley de amnistía. Para el político esa ley exime de toda responsabilidad criminal al fugado, la Justicia lo rechaza y el resultado ha sido su nueva fuga, en definitiva, el equivalente a la aplicación extrajudicial de la amnistía y por la fuerza de los hechos: una enmienda al juez.

Al final, el desacuerdo con las órdenes expresas de los tribunales acaba en su ineficacia, una forma más de mermar la independencia judicial. Ha quedado así en evidencia un aspecto más que muestra que la posición del Poder Judicial es mendicante: es el poder político quien le da medios materiales y humanos y puede, o no dárselos, o regateárselos, o hacerlos ineficaces. Y en este caso estamos hablando de un medio poderoso como es la Policía, un medio que no se le presta graciablemente al juez, sino que por mandato constitucional está a sus órdenes, le gusten poco, mucho o nada al gobernante.

Lamentablemente no estamos ante un hecho aislado. En los últimos tiempos hemos visto casos sonados –así lo han declarado en firme los tribunales– en los que el político ordena a miembros de la Policía Judicial que desatiendan órdenes expresas de los jueces y hemos visto –también lo han declarado en firme los tribunales– que el policía que se atiene a las órdenes de quien es su superior –el juez– puede ver muy seriamente perjudicada su carrera profesional si esa lealtad y obediencia contraría al político. Hace falta tener muchos quilates para mantenerse firme en el cumplimiento de la orden judicial y enfrentarse a los deseos de aquel de quien depende su futuro profesional.

Lamentablemente, también vemos que hay partidos que se superan. Hace años contemplamos el vergonzoso episodio de cómo toda la plana mayor del partido socialista se agolpaba a las puertas de la cárcel de Guadalajara para jalear a un ministro y a un secretario de Estado que ingresaban tras ser condenados por delitos gravísimos. Ahora se actúa para que eso no vuelva a ocurrir, pero no para que no se delinca desde el poder ni vuelva a repetirse ese bochornoso espectáculo, sino para que ningún juez investigue, juzgue y, en su caso, condene al político delincuente.

Y como no pasa día sin dejar de hablar de Putin, sería bueno recordar que en su carrera hacia la dictadura hubo un punto de inflexión: el caso Jodorkovski. Se supo imbatible cuando pudo controlar a los tribunales, cuando consumó la idea de que la Justicia –o sea, la ley–, ya no supondría para él límite alguno.

José Luis Requero es Magistrado.

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