200 años de la Novena de Beethoven: la grandeza de lo sublime

200 años de la Novena de Beethoven: la grandeza de lo sublime

En la obra de Friedrich Schiller, autor de la Oda a la alegría, podemos encontrar el origen o el preámbulo del Romanticismo. El prolífico y altamente considerado escritor y filósofo alemán fue un acérrimo defensor de la fraternidad y la liberación nacional durante toda su vida, lo que supuso que se censuraran sus obras y que sufriera episódicas represalias. Describió un escenario de aislamiento y reconciliación que dominaba el pensamiento filosófico tras la Ilustración; y reconoció que nadie podía volver a un pasado idílico, sino que estábamos destinados a continuar hacia un futuro incierto y que la función del artista es la de llevarnos «hacia el Elíseo a todos aquellos que no podemos acceder a la Arcadia».

Schiller publicó «An die Freude» en 1786 y con ella captó inmediatamente la atención de jóvenes idealistas que anhelaban un mundo repleto de alegría y amor, donde el individuo se sentía protegido por un padre benevolente o una patria protectora, lo que se conocía como Vaterland. La Oda pronto se popularizó entre los compositores alemanes, por lo que existen más de 40 versiones musicales diferentes, la mayoría para piano o voz con acompañamiento. Muchas de estas se escribieron en la década posterior a la publicación de la versión original de Schiller.

Beethovenusó los versos de Schiller en la que sería su última y más grandiosa sinfonía. Seleccionó algunos pasajes de la Oda y los adaptó para cuatro solistas y un coro en el final de la obra. Esta labor le llevó un tiempo considerable, como él mismo dejó patente en sus libretas y en una carta que escribió en 1822 a Friedrich Rochlitz, editor durante varias décadas del “Allgemeine Musikalische Zeitung”, en la que el compositor afirmaba lo siguiente, como bien nos recuerda Victoria Stapells: «Desde hace tiempo, me resulta difícil componer. Me siento y pienso, y pienso, y lo organizo todo, pero no puedo pasarlo al papel; una gran obra me causa inmensos problemas desde el principio…».

Beethoven decidió que Viena sería la ciudad indicada para el concierto que tendría lugar en la primavera de 1824. Estos conciertos públicos suponían un arduo trabajo para el compositor, ya que tenía que desempeñar las labores de empresario: encargarse de la venta de entradas, del pago a los músicos, de las copias de las partituras, de negociar el horario de ensayos con el teatro y de imprimir los programas, entre otras. Por otro lado, lo que Beethoven nunca se imaginaría es que las ganancias de este concierto estarían por debajo de la cantidad anticipada. Los ingresos brutos fueron 2.200 florines, lo que estaba dentro de los límites calculados; pero, tras pagar todos los gastos, el compositor sólo se embolsó 420 florines.

Beethoven se decantó por el teatro Kärntnertor y acordó el día y la hora: 7 de mayo a las 19:00. El siguiente problema estaba relacionado con la orquesta, constituida por 45 músicos profesionales y demasiado pequeña para la complejidad que entrañaba el programa y para acomodarse a la acústica del teatro. El compositor pidió ayuda a amigos y voluntarios y, al final, seleccionó a 38 músicos más, la mayoría de la Gesellschaft der Musikfreunde. La soprano fue Henriette Sontag, una joven de 18 años que ya era una figura consagrada a pesar de su juventud. La contralto era Karoline Unger, amiga personal de ella. Anton Haizinger, cantante principal del Theater an der Wien —donde había interpretado a Florestán en Fidelio—, fue escogido como tenor; mientras que Joseph Seipelt, miembro del Kärntnertor, fue la elección de última hora para el registro vocal de bajo.

Sin duda, los nervios de Beethoven eran patentes. La audiencia rompió en un abrumador aplauso en el pasaje protagonizado por los timbales del Scherzo, con la esperanza de un bis. Beethoven se levantó pasando las páginas de la partitura, sin poder oír el inmenso aplauso. Unger (la contralto) tiró de la manga del compositor y cuando éste se dio la vuelta, ella señaló a la audiencia y él se inclinó. Al final, las ovaciones eran tan atronadoras que el comisario de policía tuvo que pedir silencio.

Pocas obras tan difíciles de traducir como esta Novena Sinfonía. Desde un punto de vista estrictamente musical plantea innumerables problemas de ejecución, dada la originalidad de sus estructuras y la ordenación de aconteceres, en un desarrollo continuo muy propio del compositor, que, con esta partitura, planteó un nuevo modo de actualizar la forma sonata, estableciendo en primer lugar una original sucesión de movimientos y luego recurriendo a la presencia de las voces humanas. El músico llevó al paroxismo los planteamientos de sus inmediatos y admirados antecesores, los grandes clásicos Mozart y Haydn.

El ciclópeo primer tiempo, Re menor y 2/4, Allegro ma non troppo, un poco maestoso, necesita una batuta especialmente clarificadora que sepa moverse con soltura y penetrar en una compleja maraña temática a efectos de liberar adecuadamente las fuerzas encontradas y las tensiones musicales resultantes. Las maderas se van incorporando y, en el compás décimo quinto, por fin, el Re fija la auténtica base tonal. Como única excepción en las sinfonías beethovenianas, la exposición no se repite y se pasa directamente al muy trabajado y extenso desarrollo, construido, según los más sesudos estudiosos, en torno a cinco períodos caracterizados por sus tonalidades. Poco a poco el discurso se va animando y adquiriendo musculatura. La recapitulación se inicia con el tema de apertura bien asentado en su armonía lógica de Re menor. Es imponente ese instante, tempestuoso, diríamos que terrorífico. La orquesta clama a los cuatro vientos con el estruendo más horrísono del timbal en un pedal que se prolonga fortísimo durante muchos e intensos compases.

El segundo movimiento, Scherzo, con presencia reveladora de los timbales, precisa tanto rigor rítmico como espíritu danzable. Es curioso que Beethoven anotara la expresión «movimiento moderado» cuando el fragmento tiene dimensiones inusitadas: 539 compases, 12 más que el Allegro moderato. Hay abundantes modulaciones y continuos contrastes, de tal manera que la permanente repetición y el martilleo rítmico en ningún momento se hacen premiosos. El Adagio molto e cantábile es uno de los movimientos más poéticos, expresivos y consoladores de todo Beethoven, un vehículo de expresión personal. Está en Si bemol mayor y 4/4, planteado según el esquema de gran variación. Si el Allegro ma non troppo había esbozado ya, dentro de su superior estructura sonatística, ese mecanismo constructivo, en el Adagio «resplandece la esférica belleza empírea de los movimientos lentos de los últimos Cuartetos», en palabras de Carli Ballola.

Y llegamos al último movimiento, el que incorpora la voz. En él hay frases para el coro que demandan a las sopranos alcanzar el La natural agudo; cosa insólita o muy poco habitual. Y los cuatro solistas han de seguir líneas poco confortables, excepto quizá la mezzo, más a resguardo. Pero la soprano, en su ascenso en piano al Si natural agudo, el tenor, en su arenga en combinación con el coro, y el bajo o barítono, en su recitado inicial (que emplea palabras de Beethoven y no de Schiller), necesitan instrumentos sólidos, contundentes, heroicos y, en el caso de la primera, un lirismo que ha de exprimirse hasta el fin. Tanto ellos como el coro acometen, sobre la famosa frase expuesta por la orquesta tras la introducción (en la que se manejan los temas de los anteriores movimientos), un libre juego de variaciones, en las que las voces se elevan hasta el infinito en una emocionante exaltación de la libertad, donde el arte beethoveniano alcanza su cénit y su sublimación.

Magistral es el Maestoso que sigue a un monumental crescendo y que sirve a los solistas para explayarse a conciencia en un instante en el que las cuatro voces se alternan y contrapuntean y que lanzan a la soprano, como decíamos, a un delicado y muy difícil Si natural agudo, que ha de modularse finamente. Las fuerzas desaforadas de orquesta y coro meten el acelerador en un Prestissimo muy exigente, verdaderamente exultante y rompedor. Para, enseguida, aquietarse y apuntar, solamente durante dos compases, una repentina retención. De nuevo, en diabólico accellerando, la vorágine, que nos empuja a un cierre vertiginoso del tutti orquestal, totalmente despendolado. Un acorde en Re mayor, repetido hasta trece veces, nos lleva al Prestissimo conclusivo.

Hasta mañana, 7 de mayo, fecha de la efeméride, la Orquesta Filarmónica y el Coro de los Amigos de la Música de Viena bajo la dirección Riccardo Muti, rememorarán el estreno de la obra Un acontecimiento singular que ha despertado extraordinaria expectación en todo el orbe.

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