¿Cómo eran los libros antes de la imprenta?

¿Cómo eran los libros antes de la imprenta?

El libro es un objeto cotidiano que nos acompaña a lo largo de nuestra vida: desde aquel ilustrado que contenía los cuentos infantiles hasta los manuales de estudio de diferentes disciplinas. Los libros han abierto nuestro pensamiento y nuestra mente cambiándonos, en muchos casos, sin darnos cuenta. En Egipto y Grecia uno de los soportes clásicos de la escritura fue el papiro enrollado en volúmenes, sistema que fue traspasado a Roma en el siglo III a.C., permitiendo compilar poesía, teatro, y que el poeta Porcio Licinio asimila a la llegada de las Musas de Grecia. En el 168 a.C, tras la batalla de Pidna y la conquista del reino macedonio, Lucio Emilio Paulo se apoderó de la biblioteca del rey Perseo. Cayo Julio César, después de su estancia en Alejandría, concibió el sueño de tener su propia biblioteca, sueño truncado por lo puñales que se llevaron su vida. El proceso de fabricación del volumen era muy costoso, ya que para ello se debían elaborar los papiros que procedían de la médula de la planta con el mismo nombre cortada en tiras y puesta en remojo dos semanas, luego prensada y pulida para que no se corriese la tinta, empleándose el pergamino para ediciones muy costosas. En la «Historia natural» de Plinio el Viejo se narra el origen legendario del pergamino como resultado de un enfrentamiento entre Tolomeo de Egipto y Eumenes de Pérgamo, ya que Eumenes quería imitar la biblioteca de Alejandría del egipcio. Para evitarlo, Tolomeo cortó el suministro de papiro al griego, quien buscó otro material , utilizando en su lugar pieles de reses.

La publicación de un libro, bien fuese en papiro o pergamino, era un proceso muy costoso, conocido como «edere», «emittere» o «divulgare». El primer editor de Roma del que se tiene constancia fue Tito Pomponio Ático, amigo de Cicerón, quien pudo publicar sus obras gracias al editor. Ático tenía sus talleres en el Quirinal, donde libertos y esclavos griegos escribían y corregían las obras copiadas. Éstos se dividían en dos grupos: los «librarii», escribas especializados, alfabetizados y entrenados para copiar los textos normalmente en capital uncial sin signos de puntuación ni espacios, y con la misma letra de las inscripciones; y los «agnostae», los correctores que revisaban posibles errores. El volumen se escribía sólo por la cara interna reforzando el exterior para darle durabilidad. El precio de estos volúmenes era muy disimétrico, ya que no había un control de los mismos, siendo más caros los libros antiguos, por lo que el negocio de las falsificaciones comenzó ya en el siglo I. En el IV se reinventa el libro como un objeto de forma cuadrangular con varias hojas apiladas y cosidas. El códice, fundamentalmente de pergamino, permite la compilación y la codificación, así como la consulta de los textos litúrgicos o jurídicos con facilidad.

Colores y pan de oro

La caída del Imperio Romano trasladó la cultura laica a los monasterios, donde se copian obras latinas y griegas hasta el nacimiento de las universidades en el siglo XII. No solo se copiaban libros litúrgicos y obras religiosas, sino una gran variedad de textos incluyendo algunos sobre astronomía, herbarios y bestiarios. El libro manuscrito era un objeto artesanal, ya que requería la participación de escribas, correctores y miniadores que usaban pigmentos de distintos colores y pan de oro para decorar las letras capitales y realizar alguna ilustración. Famoso en Europa fue el miniaturista Godelcasco de la Abadía de Fulda, que produjo ejemplares tan valiosos como el «Evangeliario» de Lorsch. Y gran notoriedad alcanzaron en la Península Ibérica las copias ricamente decoradas del Apocalipsis y su comentario escrito por Beato de Liébana a finales del siglo VIII y realizadas en diferentes monasterios entre los siglos X al XIII. Actualmente existen copias de este texto en El Escorial, en el Museo diocesano de Urgell, en el monasterio de Osma, en el de San Andrés de Arroyo (Palencia) y también hay algunos ejemplares fuera de nuestras fronteras, como el «Beatus Magius» o de San Miguel de Escalada en la biblioteca Pierpont Morgan de Nueva York. Gran parte de los libros manuscritos medievales son de carácter suntuario.

Pero estos eran muy distintos entre sí. Las diferencias, de contenido y estilo decorativo, dependían fundamentalmente del destinatario de la obra. Los libros se hacían (y se hacen) siempre para un tipo concreto de lector. Nada tiene que ver el evangeliario ricamente miniado y con tapas de marfil o cuajadas de piedras preciosas, regalado por un emperador a un gran monasterio como símbolo de poder, con el de uso cotidiano, pequeño y sin decorar, de un monje misionero en las islas británicas. A partir de los siglos XII y XIII las universidades son productoras de textos, fundamentalmente, jurídicos. En la Baja Edad Media el libro es un signo de prestigio; así, reyes y aristócratas encargan sus propias bibliotecas y las reinas tenían sus propios volúmenes, fundamentalmente, «Libros de horas» ricamente decorados que favorecían la lectura silenciosa, como el de Isabel la Católica preservado en el Archivo de Palacio.

La imprenta sería una revolución. La técnica fue inventada primero en Renania hacia 1440 y extendida luego a Italia (1465) y al resto de Europa, y nace como artimaña para una falsificación. Al parecer, Gutenberg mantuvo inicialmente en secreto el descubrimiento para poder seguir vendiendo los libros que fabricaba haciéndolos pasar por manuscritos. Fuera éste el motivo o no, el secreto duró poco. En diez años, los tipógrafos adiestrados en sus talleres difundían la imprenta por toda Europa. Hacia 1510 la mayor parte de los libros hechos en Europa estaban ya impresos en papel. Con este fenómeno acaba el período medieval europeo. Sus libros, que ya no son manuscritos, ni miniados, ni de pergamino, se han convertido en los nuestros.

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