Días de ruido en el Senado

Días de ruido en el Senado

Barrio caro, distinguido, somnoliento, a un minuto del palacio de Oriente. Lo que se podría esperar del entorno de la Cámara alta. Cuando uno avanza de mañana por la desierta calle de la Encarnación en dirección a la recóndita plaza de la Marina Española le vienen a la cabeza las palabras de Audrey Hepburn ante el escaparate de la joyería Tiffany: “Es tan silencioso y soberbio… Allí no puede ocurrir nada malo”. El Senado fue durante tres siglos un convento de los Agustinos. Tiempo después de las Cortes de Cádiz (que eran monocamerales) se estrenó en 1834 como una de las dos Cámaras legislativas de la nación. Su iglesia se transformó en una sala de sesiones a la británica, con sus bancadas enfrentadas. Así se conserva, atrapada en el tiempo, un poco ajada, con el tapizado rojo o azul de los escaños tatuado por las posaderas de sus señorías. Solo se usa en ocasiones señaladas. El otro hemiciclo, el moderno, de arce canadiense, construido a comienzos de los noventa, y con el frío aire impersonal de una asamblea autonómica, ha tomado el relevo. Una institución de la que nadie hablaba se ha convertido en el escenario de la cruda batalla política.

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