Engollipados

Engollipados

Oleadas de turistas empuñando teléfonos móviles dirigen los objetivos hacia la Casa Batlló engalanada con rosas por Sant Jordi. La Fiesta del Libro inunda Barcelona de rosas y literatura, decenas de miles de personas pasean entre las carpas y algunos cientos aguardan su turno para que les firme un libro su autor. Es una normalidad festiva tan poderosamente envolvente como lo puede ser el ambiente rojiblanco en Pamplona en San Fermín o el ordenado barullo de volantes y sevillanas del Real de la Feria en abril. Hay un aire de singular celebración que compromete a todos los sentidos y otorga a cada una su peculiar carnet de identidad.

Son distintos, distantes y evocadores, y solo tienen en común estimular el músculo de la fiesta, y propiciar encuentros y afectos. Pero en los últimos tiempos le crece en el vientre a estas fiestas, como a muchas otras, una criatura que gana espacio con el tiempo, a la que desde la propia liturgia de celebración se convoca y agasaja, y que amenaza con ir desgastando poco a poco los rasgos propios del espacio en el que crece. Porque la criatura está creciendo desmesuradamente. Sucede en las fiestas, pero también en los espacios y lugares, en los locales, en los barrios y en las casas. La criatura se llama turismo, y aunque sigue siendo el primer alimento de nuestra economía, está engordando tanto que va a terminar provocándole un trombo. Se nos está hinchando la vena del turismo y el desorden empieza a hacer estragos. Los canarios han sido los primeros en dar un puñetazo en la mesa saliendo a la calle para pedir a quien corresponda, o sea, los gestores públicos de la cosa turística, que pongan freno a este desproporcionado aumento de la criatura o acabará reventando y arrastrándonos con su onda expansiva. No puede ser que en aldeas marineras del norte sea imposible entrar en verano, que en algunas playas baleares no haya donde poner la toalla, que en los senderos de montaña haya que pedir la vez, que el clic del móvil amortigüe el canto de los petirrojos en los bosques mediterráneos. Parece como si tras la Pandemia (la así denominada, que pandemias contemporáneas hay muchas, como el cáncer, sin ir más lejos) hayamos decidido salir al mundo a conquistarlo con la feroz certeza del ahora o nunca. Como si de repente todos hubiéramos cobrado al tiempo conciencia de aquella sabia enmienda de Sampedro a Franklin: el tiempo no es oro, es vida. Y no queremos volver a perderla.

Todo lo llena, todo lo puebla, todo lo digiere el turismo. Y no sólo descuadra lo cotidiano, la rutina (plácida o no, pero hábito al fin) de los lugares que elige para esparcirse y crecer, sino que pone en grave riesgo el futuro y hasta el presente de todo aquello que admira.

Si hace unos años nos asombramos con la patética escena de un Everest con colas tan nutridas como las que rodean a diario El Prado, ahora estamos a punto de certificar que las maravillas que tenemos más cerca, la vida que las rodea y mantiene, la identidad propia que otorga atractivo a su forma y sus almas, están en incuestionable peligro de extinción.

La revuelta de Canarias tiene que ser un paso para que se ponga ya freno a una expansión tan desordenada como perniciosa por mucho que 12 de cada 100 euros de nuestra riqueza nacional provengan del turismo. La distancia entre disfrutar de la gastronomía y engolliparse es cuestión de voluntad y una mala gestión de los alimentos.

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