El hombre del siglo XXI vive en una gran paradoja: ya no cocina, pero habla de cocina. Está inmerso en un mundo donde la comunicación gastronómica le rodea, le avasalla, le alecciona, le dirige, le provoca y le estimula. Nada nuevo bajo el sol. El hombre de las cavernas también dormía entre pinturas de bisontes y soñaba con un chuletón muy hecho. Esa es la función de la literatura gastronómica: mover al individuo hacia el ámbito del placer mientras le recuerda su condición de ser social, finito y hambriento.