La suerte y desgracia del hipocondríaco

La suerte y desgracia del hipocondríaco

“¿Tienes pasaporte?”. La pregunta no solo era educada, sino que era pertinente. Después de una media hora de espera, en el servicio de urgencias del Hospital Europeo George Pompidou de París, me llamaron para presentarme en la recepción. Había llegado a Francia el día anterior con un dolor insoportable en el estómago. Alertada mi mujer, mi eterno analgésico, sobre mi situación, escuché la respuesta habitual: “No tienes nada, tranquilo. Come pan”. No hay poder más fuerte que la mentira para cambiar la realidad de las personas, el problema es cuando topa con la ciencia. Pero como no me funcionó la receta mágica de mi pareja, ni la erudita del médico del FC Barcelona, que amablemente me dio un Spasmoctyl, después de haberme revisado en el Parque de los Príncipes tras la rueda de prensa de Xavi, al día siguiente no tuve más alternativa que acudir a un hospital. Dos problemas: el dolor, evidentemente; y el tiempo, eran las dos de tarde y faltaban siete horas para que el Barça se midiera ante el PSG en los cuartos de final de la Champions. Es decir, para que yo hiciera mi trabajo.

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