La primera vez que me puse a leer Teo va la escuela con mi hija sufrí una epifanía: me acordaba de todo aquello. Me acordaba del elefante de barro que moldea Teo sobre la mesa de su clase, me acordaba del director del centro regañando a Teo por portarse mal (y la incertidumbre por no saber qué era eso tan malo que había hecho Teo y la indignación porque nadie nos lo contaba), me acordaba de las bandejas del comedor y hasta de la hierba que afloraba entre las juntas de las baldosas del patio del colegio, donde unos jugaban a baloncesto y otros hacían gimnasia.