«Los maestros cantores de Núremberg»: Comedia humanista y divertida

«Los maestros cantores de Núremberg»: Comedia humanista y divertida

Tras muchos tropiezos y traspiés, el largo proyecto de «Meistersinger» tomó cuerpo por fin el 21 de junio de 1868 en Múnich. Resulta curioso que aquí Wagner, sin perder de vista sus ideas defendidas hasta el momento en «La tetralogía» o en «Tristán» –discurso continuo, melodía infinita, uso del leitmotiv–, organizara una forma muy diferente en la que, aparte de la huida constante del cromatismo, establecía un tejido en el que se distinguen con claridad números prácticamente cerrados, arias y hasta conjuntos tradicionales.

Estamos por tanto ante una obra original, muy diferente a todas las demás salidas de la misma pluma y que en estas representaciones madrileñas lleva la marca escénica del imaginativo Laurent Pelly, siempre agudo y, frecuentemente, metafórico, que este caso no tiene dudas en plantear un acercamiento en clave de comedia; una comedia que es, en sus palabras, «divertida y bonita a la vez, universal como la vida, que enfoca su puesta en escena haciendo referencia a un mundo en descomposición, como el actual».

No es nuevo en la manera de Pelly recurrir a maquetas, como plantea a lo largo del segundo acto de la ópera, que se desarrolla entre casitas de cartón, que crean «un espacio emotivo, poético y gracioso, con caminitos y plataformas giratorias, que se destruyen en el complejo y fugado cierre de la secuencia». La acción, enmarcada por enormes paredes como de patio de vecindad, transcurre aquí a lo que parece en los primeros años del siglo XX. Lo que a la postre se quiere que prevalezca es la idea de una comedia humanista y divertida que ha de entenderse con la escucha de una música que tiene remansos líricos, abundantes «leitmotiven» y numerosos pasajes fugados, en los que se desarrollan escenas especialmente rápidas, casi de dibujos animados.

A la dirección musical de Heras-Casado le faltó algo de pulimento, de vuelo, de lirismo; también de claridad y transparencia, de sentido de las proporciones, de contrastes. La obertura fue manifiestamente mejorable, como, en general, todo el complejo tejido contrapuntístico. Hubo momentos, sí, conseguidos, algo esperable de un maestro de la talla actual del granadino: final del primer acto, el tan evocativo «Monólogo de las lilas» y la reflexión del comienzo del tercer acto de Sachs. También los aires danzables del último cuadro, convertido por Pelly a veces en un baile de salón.

Irregular el muy amplio plantel de voces. Por falta de espacio hablaremos solo de las muy principales. Gerald Finley tiene muy ahormado a Sachs, personaje que ha cantado innúmeras veces. Sabe decir, regular, variar y convencer, aunque a su voz baritonal le falte ahora mismo algo de robustez, de enjundia, de amplitud. Leigh Melrose, un barítono lírico de buena pasta, flexible y musical, apechugó con la exagerada caricatura que de él hace Pelly: una suerte de pelele cojitranco, de rasgos epilépticos. Beckmesser es ridículo pero no deforme mental y físicamente. Fácil, con plausible vibrato, el David de Sebastian Kohlhepp.

Walther estuvo en la voz lírica no especialmente timbrada, de Tomislav Muzek, de buena línea y escaso volumen. No se le oyó prácticamente en los concertantes. Penetrante, a veces demasiado, el lírico timbre de la Eva de Nicole Chevalier, que cantó muy bien su apasionada comunicación a Sachs del tercer acto. Pelly nos la presentó al comienzo de la obra como una niña tonta. Oscura, redonda, plena y bien asentada la voz de Jongmin Park, un Pogner muy sólido. El grupo de los Maestros, con José Antonio López, un estupendo Kohtner, cumplió bien. Como lo hizo la Orquesta y sobre todo el Coro, que sonó rotundo, pleno, vigoroso, mejor en los pasajes en forte que en los más delicados. El público aplaudió con ganas al final. El que quedaba, pues muchos se fueron en el descanso. La representación empezó a las 6 de la tarde y terminó pasadas las 11 y media de la noche.

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