Conocí a L. C. mientras gestionaba las admisiones en el Hospital de Día de la Veterans Administration, un programa intensivo para pacientes ambulatorios destinado a los veteranos que atravesaban un momento crítico. (…) Le formulé una serie de preguntas para hacerme una idea de su estado emocional y sus escuetas respuestas me indicaron que no se sentía cómoda reconociendo ningún tipo de vulnerabilidad, y menos aún pidiendo ayuda a nadie. Que estuviera hablando conmigo en el hospital indicaba que se había quedado sin opciones. Me dijo que tenía siempre los nervios a flor de piel, que apenas dormía y que, cuando lo hacía, la desvelaban unas pesadillas espantosas. Había estado viviendo al borde del precipicio y tenía pensamientos suicidas. Yo sabía que no había participado en combate activo y no le gustaba demasiado hablar acerca del tiempo que pasó en la guerra, de manera que mi desafío consistía en ganarme su confianza para que me contara algunas de sus experiencias.