Los nacidos en los setenta podemos decir que los límites de nuestra cultura cinematográfica eran —más o menos— los límites del catálogo del videoclub de nuestro barrio. La formación del gusto era un asunto de comercio de proximidad, y dependía bastante de las preferencias del dueño de aquel videoclub. La mayoría solo tenía blockbusters y cine porno, pero había otros en los que al fondo tenían baldas llenas de cintas de neorrealismo italiano, las de Bogart y lo último de Japón. Allí uno echaba el rato leyendo las contraportadas de los estuches y estirando el tiempo para dejarse ver con una cinta de Bergman en la mano. Y es que ese rincón cinéfilo del videoclub sugería la posibilidad de seducir o de ser seducido por alguien de gustos similares: más de una relación ha empezado con una recomendación no solicitada de un extraño.